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Llegar a Isla Negra y respirar la atmósfera salobre del Océano Pacífico sugiere el repentino encuentro con lo místico. Aún más si allí se sitúa uno de los tres hogares patrimoniales de Pablo Neruda, en donde se hermana todo su acervo cultural con el aura indescriptible que rodea a los que se enamoraron de las musas para crear una literatura inmortal. Valentina, poetisa en ciernes y admiradora incondicional del vate, ahora acudía a esa cita impostergable. Nunca antes había tenido la ocasión de volar a dicho encuentro, ya sea por un soterrado egoísmo que le impedía admirar obras ajenas, o por el legítimo deseo de lograr un sitial en las letras locales para no llegar tan desnuda y desmedrada. Claro, Paulo era algo distinto y si se estableciera que la poesía fuese una religión, él ya estaría sentado en algún trono, a la diestra, a la siniestra, o acaso en el centro mismo de la divinidad. “Vaya uno a saberlo”, pensaba para sí la mujer, santiguándose a la rápida.

Ella no poseía ese fuego que distingue a los consagrados. Más bien, se divertía elaborando anacrónicos sonetos, poesías insulsas que se referían a la trivialidad misma con un lenguaje burdo y aburrido, en que los lugares comunes parecían hacerse solapados guiños entre ellos, acaso avergonzados de su anodina naturaleza.

Pero allí llegó la mujer, ataviada con un virginal traje blanco y con un ajado libro de poemas de Neruda en sus manos, pensando que ingresaría a la catedral misma de la literatura y que el tomo que apretaba en sus manos era el catecismo. Le fascinó el paisaje agreste que conducía a su destino, improvisando unos versos que parecían ir al ritmo de su torpe caminar:

“Neruda, voy a ti, Padre mío, Padre Nuestro
que estás en los cielos rimando estrellas
que circundan tu trono y giran astronómicas
sobre tu frente de amplio caudal.

Tú eres Nobel de literatura
yo soy novel escritora y poetisa.”


Y a lo lejos atisbó la amplia casona y su corazón pareció engolosinarse de latidos, provocando un barullo y un sofocamiento de la mujer, que plena de emoción, se sentó sobre un risco y abrió el libro, leyendo un poema con afectado deleite. El mar parecía saludarla y ella alzó su mano y la agitó entusiasta, contemplando como las olas nimbadas de espuma rompían con estruendo. Pero la cita con el vate era imperativa y sin pensarlo dos veces, se quitó sus zapatos blancos de taco alto y corrió descalza hacia el encuentro.

La casona era amplia y en el umbral, la mujer cerró sus ojos y alzó sus manos y brazos en una actitud meditativa.

“Oh poderoso imán que me atrae hacia ti, polos que van más allá de mi carne y de mis huesos para aposentarse en mi mente, polos sin positivo ni negativo, sólo palabras que se enraízan en mis venas con acento melodioso para transfigurarme yo en otra, en tu amante y tu servidora, gran Pablo, gran poeta, mi dios.”

Y allí se quedó un largo rato, sofocando un sollozo al estar poco menos que en las puertas del Olimpo. Suspiró hondo al sentirse embargada por el influjo del poeta, aromas a incienso, a rosas y a santidad bañaban el lugar. Era demasiado. Embriagada de sueños, imaginó esos maravillosos mascarones de proa, esas caracolas que guardaban en sus oquedades las proezas marinas, la asepiada cartografía náutica que invitaba a la aventura por océanos inimaginables. Y creyó verlo a él, con su sonrisa mansa, con esas manos aladas y esa estampa de hombre provinciano que, tejiendo verbos, encontró la gloria.

“Pablo, Pablo, vengo a ti para que me consagres.” expresó con un acento destemplado que quería ser lírico.

“Señora, ¿qué hace usted acá?”

Y Valentina, que había permanecido con sus ojos cerrados, orando, implorando, sintiéndose muy ínfima para estar en el templo de la poesía, contestó:

“Estoy aquí para que me bautices y en vez de señal de la cruz, escribe un soneto en mi cuerpo.”

“No va a ser posible señora, porque yo no soy poeta ni cura, ni nada que se parezca.”

Al escuchar esto, la mujer abrió tamaños ojos y despertó bruscamente de su ensueño. Un señor de aspecto rubicundo, con senda cabellera y poblados bigotes, estaba allí frente a ella con gesto recriminador.

Valentina intentó dibujar una sonrisa que se quedó a medio camino al escuchar la brusca amenaza:

“Salga de mi casa si no quiere que llame a los pacos.” “Loca de porquería no más.”

Fustigada en su amor propio, con la cola entre las piernas, la mujer abandonó el lugar, que no era la casona de Pablo Neruda ni mucho menos, sino la mansión de un acaudalado lugareño.

Caminó el breve trecho que separaba esta estancia con la casa del vate, con una congoja tan profunda, una miseria infecunda que se le colaba en su alma y que le impedía recobrar esos arrestos tan sublimes, tan sinceros y tan injustamente vapuleados.

Otro día visitaría la casona de Neruda, ahora no.

















Texto agregado el 16-03-2017, y leído por 384 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
28-03-2018 Excelente historia.. sin quererlo me remontaste a mi juventud.. gratos recuerdos tengo de Isla Negra y la playa de las ágatas. Un abrazo, sheisan
29-05-2017 sensibilidad y un poco de locura, ¿no es lo que nos acompaña a todos aquí? carmen-valdes
26-05-2017 Pobre poetisa de sencillos versos, que se arrebozan con la dureza de los lugares comunes, pero de alma soñadora, que en vez del gran poeta se encuentra con un ordinario personaje. Muy buenas tus descripciones de Isla Negra. remos
28-04-2017 Me pareció muy triste la historia que cuentas.Lo de esa mujer...Lme provoca mucha emoción.... Entonces evoco en mi mente la casa plena de belleza,mostrando el mar en toda su intensidad con su aroma impregnandolo todo. Sus colecciones y su forma de adornarlas son una maravilla. Me oarece verlo recitando uno de sus mas conocidos versos. Tienes el don de la oalabra Gui***** Besitos Victoria 6236013
17-03-2017 Me puse tsn triste como el personaje de la mujer,,,pidrias ser mas empatico ? Te dejo sonrisas y estrellas,muchas.amigo lejano. annablaum
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