Las puertas metálicas de las cocheras me aterrorizan. Nunca os acerquéis demasiado, un ligero roce en la chapa provoca mil ecos espeluznantes que rebotan y rebotan en lo más profundo de una oscuridad que siempre imagino poblada de fantasmas. Pese a todas mis precauciones a veces paseo por la calle y la puerta de una cochera cualquiera comienza a cerrarse. Ahí empieza mi suplicio. Un ruido eléctrico con algo de estertor entrecortado empieza a estrechar lentamente la abertura negra. La amenaza de un gong metálico e irreversible se balancea como una guillotina de afilados segundos sobre mi corazón. Mientras se estrecha la rendija, empieza a crecer mi ansiedad. Me gustaría largarme y abandonar ese lentísimo suplicio, pero no puedo dejar de mirar y de sufrir. Espero en vano, tal vez sólo por deformación cinéfila, que en el último segundo un héroe consiga escapar. La película siempre acaba en decepción y me marcho abatido. El resto del día ya me acompaña esa pesada sensación de haber hecho algo mal y que, tal vez, del otro lado haya alguien esperándome a mí.