El vetusto silencio apresó, en la precisión de ese instante, la melodía de su voz como quién apresa la libertad de un pájaro en el júbilo de su vuelo. La abuela estaba muriendo por dentro.
Morella tenía apenas 12 años, cuando a su abuela se le detectó una enfermedad llamada alzheimer, ambas vivían en el barrio de Hurlingham, ubicado dentro de la provincia de Buenos Aires, en una antigua casona.
La abuela de la niña se llamaba Delia, había sido maestra de grado y estaba jubilada, también era una devota creyente, una ciudadana que reproducía los valores de una sociedad ya extinta. Luego del fallecimiento de su esposo Cholo, Doña Delia dedicó sus años a la iglesia, a pintar cuadros y al cuidado de su pequeña nieta.
Morella no tenía más afectos que su abuela, su madre la dejó al cuidado de su padre apenas nació, pero éste tenía una deficiencia mental, a causa de un accidente automovilístico que sufrió seis meses antes de que naciera la niña. Perdió su materia gris en el pavimento de la ruta 3, cuando un chofer alcoholizado embistió su camión de cereales contra el auto de Miguel, el papá de Morella, el chofer murió al instante.
El padre de Morella, estuvo un mes en coma y quedó de por vida en una silla de ruedas y en estado vegetativo. Éste murió, por causas ambientales, el día que la niña cumplió seis años.
La abuela Delia y el Abuelo Cholo eran sus abuelos maternos, fueron los pilares de la vida de la niña, su resguardo y la representación del amor más genuino y humano que conoció. Sus años transcurrieron normales, en ese barrio de Buenos Aires, en la casona de Hurligham, donde la abuela tenía su huerta, sus árboles frutales y el preciado nogal, que tanto cuidaba el abuelo Cholo.
El abuelo Cholo era dueño de una farmacia, un negocio familiar que seguía siendo el estamento social que representaba el respeto de la comunidad y la entrada de ingresos. El abuelo Cholo y Morella, eran compinches y la niña lo llamaba Tata de manera cariñosa. Cuando la abuela Delia tenía que trabajar doble turno en la escuela, Cholo llevaba a la niña entre sus brazos y se iban a una parrilla, y otra veces a un restaurante y pedían a gusto lo que deseaban. A veces iban a un bar porque al abuelo Cholo le gustaba darse sus traguitos de ginebra de vez en cuando, y a cambio de un kilo de helado, la niña era su cómplice.
Cuando Tata falleció tenía 70 años, se lo llevó un paro cardíaco, Morella tenía nueve años cuando lo vio por última vez en el cajón abierto, con un rosario entre sus manos, con su cabello plateado peinado hacia atrás, con un traje negro y sus ojos cerrados.
-Tal vez aún no se ha despertado y ¡abrirá los ojos, abuela! Los doctores se han equivocado, debes decirle que ya es hora de levantarse - la niña le dijo a su abuela mientras apretaba con ternura su mano.
Doña Delia la rodeó a la pequeña en un abrazo, y le afirmó que el abuelo se había dormido para siempre y que ahora estaba en el cielo. La niña recordó, que una noche le preguntó a su Tata si existía la muerte, y en caso afirmativo, qué pasaba con las personas que se morían.
El abuelo era un tipo duro, a la antigua, pero le respondió con dulzura y le dijo que, las personas que queremos nunca se van a ir de nuestro lado, porque en las estrellas que iluminan el cielo están todas ellas parpadeando con su luz, que en la estrella más brillante encontraremos a quién más queremos, y en ese instante, a Morella se le afligió el corazón por la infinita lejanía de ese firmamento.
Luego de la muerte de Cholo, la niña lo buscaba en cada estrella y le hablaba, lloraba, reía junto a él, y su corazón volvía a afligirse ante la contemplación de esa lejanía.
Había conocido la muerte, ella siempre acechaba, pero los años que acontecieron a la ausencia del abuelo fueron llenos de nostalgia y de efímeras alegrías. La abuela Delia se Jubiló con 65 años y se dedicó al cuidado de su nieta, se adentró en jornadas solidarias que promulgaba la Iglesia a la que asistía con frecuencia, también era una pintora amateur que sacaba provecho de sus dotes artísticos.
Cuando las alegrías son efímeras es el dolor quién limita su estadía, este dolor tenía nombre y síntomas, se llamaba Alzheimer, la abuela Delia lo contrajo a la edad de 77 años. Al principio comenzó con pequeños episodios de confusión, cuando en vez de ponerse el mismo par de zapatos era dispar el calzado que elegía, cuando en vez de colocar un perfume en el armario lo colocaba en la heladera, cuando había olvidado los ingredientes de una salsa, cuando después de dos días hallaba su monedero debajo del colchón de la cama. Fueron pequeños instancias de deterioro mental que se prolongaron periódicamente. Fueron tres estadios de olvido: primero, olvidó las referencias diarias de actividades cotidianas; segundo, olvidó quién era y a las personas de su entorno; por último, olvidó las facultades de su anatomía muscular: hablar, inhalar, exhalar, caminar, moverse, orinar, defecar, tragar y respirar, entre otras facultades básicas que fue perdiendo su organismo.
Uno de los episodios que más se reiteraba con frecuencia, fue que la anciana ya no podía dormir, porque había comenzado a ver visiones, una de ellas fue que a los pies de su cama se paraba un “hombre negro que estaba podrido y largaba mal olor”, así lo definía Doña Delia, ese hombre la asustaba, “ese hombre es el mensajero que mandó la muerte, y me quiere llevar con él, no me dejes”, le suplicaba a su nieta.
A medida que la enfermedad fue deteriorando los esquemas mentales de la abuela, Morella agotó todas las posibilidades médicas y espirituales por haber. Los primeros jueves de cada mes, dos siervos de la iglesia iban a comulgar a la anciana postrada y antes de marcharse, le prometían encomendarla en sus oraciones y un ameno reposo en compañía del Señor.
Pero el médico fue determinante en su diagnóstico:
-El cerebro que padece Alzheimer se asemeja a una nuez, pues te diré niña, que por fuera es sólida y de un aspecto agradable la cáscara, pero hay veces que partimos la nuez y nos encontramos con un fruto podrido, de un color negro y de textura lánguida. Eso ocurre con un cerebro que es afectado por tal enfermedad, ya que las conexiones mentales del sistema nervioso se van deteriorando poco a poco, quién lo padece no llega a darse cuenta de su deficiencia mental. Es un huésped letal y paciente, que aún no tiene un método de cura.
El amor entre Morella y su abuela fue incondicional y auténtico, pero a partir de la aparición de la enfermedad, la abuela fue perdiendo la capacidad de amar, de extrañar, de abrazar. La enfermedad dejó huérfana a Morella por cuarta vez; primero, la progenitora que la parió y la abandonó; segundo, el padre deficiente mental que jamás se enteró de su existencia; tercero, el abuelo Cholo que está en alguna estrella y por cuarta vez, la abuela Delia que se vació de emociones y quedó erguida como una piedra.
Vivió hasta los 87 años, olvidó todo menos a ese mensajero de la muerte que la visitaba diariamente, olvidó comer, olvidó hablar, olvidó reír y también llorar, olvidó mover sus manos y sus pies, perdió la postura de su cabeza y el equilibrio de su cuerpo, olvidó a Cholo y a Morella, también olvidó exhalar el oxigeno para respirar, olvidó a sus alumnos y el oficio de maestra, olvidó los lugares que había pintado y también a los niños pobres, a quién con su solidaridad había ayudado.
Al fallecer su abuela, Morella tenía 22 años y decidió dedicarse a la vida religiosa y se entregó en cuerpo y alma a las órdenes de la Iglesia a la que había asistido Doña Delia, e hizo de su espíritu un retiro y lo unificó con la Santísima Trinidad (el padre, el hijo y el espíritu santo). En el transcurso de los años, realizó obras de caridad a los menos agraciados, también llevó los versículos de la Biblia a los hospitales donde los enfermos esperaban una palabra de consuelo, donde los niños recibían el castigo de la muerte con enfermedades terminales, donde los ancianos agonizaban seniles y moribundos en salas hospitalarias, donde daba la oración final para que los afectados recibieran con la conciencia y el corazón en paz a la muerte.
Morella estaba satisfecha con la vida religiosa que llevaba, su aspecto juvenil había cambiado por un semblante austero y mortífero. A la edad de 44 años, se fue a vivir a la localidad de Azul, ubicada dentro de la Provincia de Buenos Aires, allí residía un Monasterio bautizado con el nombre de Trapenses.
En el interior de este Monasterio, residía una congregación de hermanos que predicaba la palabra de Dios en torno a una vida aislada de la civilización y en entrega absoluta a su espíritu, alternando los ayunos con las oraciones predeterminadas.
Morella se habituó perfectamente al lugar, dejó su Biblia y su escueta maleta en el umbral de la pequeña y cálida habitación, contempló el crucifijo de madera sobre la reposera de la cama, observó las paredes vejadas por el paso del tiempo, y abstrajo su atención en la ventana que daba al vasto campo, a la interminable existencia.
A veces olvidaba circunstancias de su vida, y recurría a escribirlas en su diario personal, cada vez fue olvidando más fechas, más rostros y más nombres, pero un día dejó de escribirlos porque su memoria olvidó las palabras que conformaban la escritura, y rezaba.
Decidió refugiarse en el monasterio, pero el olor, ese olor no se había ido, la seguía desde hacía tres años, se bañaba con ruda y vinagre, se quedaba horas bajo el agua helada, pero sólo lograba contraer enfermedades.
¡Ese olor, el fétido olor que sentía la abuela Delia, el olor del hombre negro que estaba podrido!
Ese hombre estaba ahí, en la escueta habitación del monasterio, ese hombre le traía un mensaje de la muerte para abrevar sus miserias y sus desconsuelos, para aliviar el peso de su cruz y sepultar sus recuerdos.
Pues entre tantas falsas certezas, también había olvidado lo que el médico le advirtió, que esa enfermedad era hereditaria, que tuviera prudencia y se cuidara, del mal olor que desprendía su llegada. |