JUEGO DE NIÑOS








Aquel niño a sus escasos seis años ve entre sus manos el viejo revolver de su abuelo, lo ha encontrado al estar curioseando en un baúl abandonado en el desván. Con paciencia ha quitado el polvo acumulado en la armadura de aquel revólver. Al tener entre sus manos el arma, para él, un juguete, ahora se siente policía, héroe de película, gánster, vaquero, villano y muchas cosas más. Su imaginación vuela, crea escenarios, historias, duelos a muerte y de muerte. Recrea en la soledad del desván aventuras en donde rescata del peligro a niñas conocidas o no y termina en su imaginación dándole su merecido al truhan que las había raptado.

De pronto se para frente de un espejo de cuerpo completo, último vestigio de su vanidosa abuela. Se mira retadoramente frente al espejo, mete el arma a la bolsa de su pantalón. En seguida deja caer sus bracitos a lo largo de su cuerpo, flexiona con nerviosismo aparente los deditos… interrumpe abruptamente aquellos gestos, saca el arma, quiere cerciorarse que está cargada, no sabe, además no tiene las fuerzas suficientes para desmontar el bulón del cilindro. Trata de ver por alguna hendidura si hay balas dentro. Se asoma a la oscuridad del cañón sin ver nada.

El niño queda pensativo, pero nada impedirá que siga con el juego. A su edad no sabe aún que ese tipo de arma tiene capacidad para seis balas. Como tampoco sabe que el abuelo dejó una bala en el cilindro, —por lo que pueda ofrecerse, decía previsor el viejo— Sin desanimarse vuelve a meter el revolver en su pantalón, apenas cabe. Otra vez frente al espejo repite el lenguaje corporal de antes. Ahora arquea el cuerpo hacia adelante, separa las piernas, hace una mueca de desprecio y tira del revólver… ¡se le cae de la mano! Es demasiado grande para su manita. Resuelto toma el arma con ambas manos y dirigiendo el revólver hacia el espejo, como si fuera su rival, jala del gatillo… clic, clic, clic, se escucha al percutor golpear en el vacío. Luego da unos pasos y dirige el arma a la cabeza de su oponente imaginario, supuestamente herido de muerte. Como lo ha visto en la tele decena de veces, un tiro de gracia nunca está de más. Después del último clic, al mejor estilo del Viejo Oeste norteamericano, sopla satisfecho el cañón del arma.

¿Cuántas balas quedarán? Piensa dubitativo el chamaco. ¡Mil!, le parece un número perfecto, él en su inocente travesura no sabe que ya solo habrá dos oportunidades y una sola bala. Sigue disfrutando con la mirada de su nuevo juguete. En eso lo sorprende su hermanita de escasos cuatro años, quien ha entrado al desván sin que el chamaco se diera cuenta.

— ¡Vete Paola! Este es un lugar peligroso, hay muchos bandidos por aquí. Advierte el niño a su hermanita.

— ¡Quiero jugar contigo! Replica la hermana. —Anda di que sí… ¿Sí?

— ¡Déjame solo o te disparo! — Contesta malhumorado el chamaco y coloca el cañón del arma en la frente de la niña, para asustarla.

—Mamá, mamáaaa, mi hermanito me está apuntado con una pistola. Grita aterrorizada la niña.

La ansiedad y el enojo apremian al hermano a disparar. El grito estentóreo de la madre es el detonante:

— ¡Andresito!, deja en paz a tu hermana o te dejo sin televisión el día de hoy.

El niño, muy molesto y con el cañón de la pistola en la cabecita de su hermana jala del gatillo y…