La propiedad tiene un amplio jardín en su entrada principal. Está conformado por variados rosales que parecen tener vida propia y extraer su magnífico color directamente desde las entrañas de la tierra. El oscuro verdor de su follaje resulta indescriptible, y el lustre de sus hojas no tiene comparación.

Luego está la casona, es enorme y sí, da mucho trabajo mantenerla. Posee una gran escala de mármol, iluminada por sendos ventanales con vitrales que han sobrevivido al tiempo y al clima. Ellos cuentan la historia de nuestros antepasados y su abolengo familiar. Los muebles son en madera de palo de rosa y lacado de oro. Las paredes están cubiertas de tapices, recuerdo de viajes de mí ya fallecido esposo. A pesar de su belleza siempre me traen el triste recuerdo de que en su confección participaron niños, dado que los nudos solo pueden ser urdidos por sus pequeñas manos. Todo el espacio es una auténtica estampa rescatada del siglo XIX.

A cualquier hora pueden escucharse niños correteando por el pasillo, o a las sirvientas murmurando y revolviendo las cacerolas en la cocina. Es más, ahora que te escribo los percibo espiar tras mi espalda... Lo irónico del caso, es que la única habitante viva del lugar, soy yo.


M.D