EL VIENTRE DE LÁZARA
Lázara era joven. Y muy bonita. Pero no puta, a pesar de que tras el escándalo todos los periódicos y todas las revistas del corazón la acusaron de ello. Nació en Cuba. Sin embargo, aun siendo niña, su madre encontró un marido valenciano que las desembarcó a ambas en la capital ibérica. Con muchos más años viviendo en Madrid que en La Habana, ya se consideraba a sí misma tan española como el propio Escorial.
Era lesbiana, pero muy femenina. Vivía con Marta, su chica sevillana, en un confortable departamento del barrio de Chueca. Marta tenía un empleo fijo. Trabajaba de mucama en el hotel Ritz, situado junto al Museo del Prado. Gracias a eso podían pagar el piso. Y claro, también gracias a ella, que tenía muy buenas entradas de dinero cada vez que se preñaba. Porque se dedicaba a eso, a alquilar el vientre. Sobre todo a las parejas de hombres gays desesperados por tener hijos. La contrataban porque era linda, instruida, decente, saludable, y por la fama que tenía mucho más allá de Chueca de ser una mujer increíblemente fértil, apta para asimilar embriones y hacerlos crecer seguros en la humedad de su útero.
Cuatro hermosos niños ya habían salido de ella en menos de seis años. Ahora estaba libre, haciendo ejercicios para eliminar el peso ganado, y consultando su agenda para en un par de meses volver al mercado. Tal vez el próximo fuera el último. Ya junto a los ojos se le notaban algunas arrugas, las carnes de los glúteos comenzaban a ser temblonas, y a pesar de los cuidados, cada embarazo le costaba poner al menos un nuevo empaste en sus muelas amarillas. Lo había consultado con Marta, y ella pensaba igual. Estaba llegando la hora de parar.
Aquel día de invierno, a principios de la Cuaresma, Marta se apareció en la casa antes del mediodía. Venía muy agitada. Muy nerviosa. Traía en su cartera un preservativo usado, lleno de semen fresco.
-¿Y eso? -preguntó Lázara incrédula-. ¿Qué haces aquí a esta hora? ¿Te despidieron? ¿Qué es eso que traes en la mano?
Marta le explicó que esa mañana una de sus colegas, la que atendía las suites de lujo, se había ausentado, y ella tuvo la gran suerte de reemplazarla. La enviaron a asear la habitación de cierto futbolista famoso que desde hacía un par de días se alojaba en el hotel. Aquello era un asco. Muy famoso él, pero muy cochino. Al agacharse para pasar la fregona por debajo de la cama, descubrió el preservativo. Una idea brillante la asaltó de súbito. Sin duda alguna, Dios había puesto aquello en su camino.
-¡Pero no me digas que eso es de él! -comentó Lázara excitadísima, al conocer de boca de su pareja el nombre del deportista-. ¡Pero si es guapísimo! ¡Y millonario! ¡No para de salir en las revistas! ¡Ese tío está forrado!
Marta le explicó su plan. Era sencillo. Y muy bueno. Cuando pariera al niño, solo hacía falta armar un escándalo. Llamar a la prensa. Buscarse un buen abogado. Lázara tenía que decir que todo sucedió un día que fue a verla a ella al hotel. Pero como estaba muy ocupada al menos por dos horas, no le quedó otra que esperarla. Para hacer tiempo, entró al bar. Él estaba allí. Se miraron, se gustaron, y enseguida fue convidada a echar un polvo en su habitación. Cuando el chico negara todo, ella solo tendría que solicitar la prueba de ADN. Y claro está, el resultado saldría a su favor. Dispondrían de una increíble manutención al menos hasta que el niño cumpliera la mayoría de edad. ¡El futuro de ambas estaba asegurado!
-¿Pero y tú crees que este semen sirva todavía? –le preguntó Lázara con cierto recelo.
-Bueno, nada perdemos con probar –le respondió Marta sonriente-. Tenemos que ser positivas. Con lo fértil que eres, basta que un solo espermatozoide esté vivo para que quedes preñada.
-¡Entonces, vamos a hacerlo rápido! ¡No se puede perder tiempo! -la apremió Lázara, y se abrió de piernas para que con una jeringuilla Marta le fuera echando dentro las gotas de esperma-. ¡Esto tiene que resultar! ¡Alguna recompensa tengo que tener por pasarme la vida pariendo niños ajenos! Ojalá sea esta mi última inseminación, porque ya no aguanto más sentirme como una vaca de granja.
Y resultó. Cuando falló la primera menstruación, no quisieron confiar en las emergentes pruebas de farmacia. Fueron al médico, quien diagnosticó categóricamente que en efecto, Lázara estaba embarazada.
Marta la cuidó durante el proceso. La acompañó a las consultas, robó para ella comidas finas en la cocina del hotel, y cada día le besaba el vientre, como si con esos mimos protegiera más al valioso feto que crecía en él.
Parió un varón, grande y con mucho pelo. Enseguida lo revisaron, rodeadas de muchas revistas con las fotos del padre, para comparar y buscar minuciosamente los parecidos.
Tres meses después comenzó la batalla. Echaron mano a sus ahorros para contratar al abogado, y para que algún que otro periodista influyente pusiera en marcha la maquinaria del chisme, escribiendo sobre el tema en diarios de tirada nacional. Todo resultó. Durante semanas fue aquel uno de los asuntos del que más se hablaba, lo mismo entre las comadres de la España rural más profunda, que entre instruidos hombres de ciudad. El chico naturalmente negó toda la historia. Sí era cierto que en esa fecha que se manejaba en el juicio, él estuvo hospedado en ese hotel, pero ni siquiera conocía a la loca que decía haber parido un hijo suyo. Sin lugar a dudas, era una impostora que solo intentaba aprovecharse de su fama y de su dinero.
El juez ordenó hacer la prueba de ADN. Un tiempo después, la prensa entera cayó con saña encima de las chicas. Porque el resultado salió negativo.
-¿Estás segura que era su preservativo, Marta? –preguntaba una y otra vez Lázara, mientras miraba al niño prendido a su pezón.
-¡Claro que sí, Lázara! ¡Era semen fresco, y era él quien se hospedaba allí! –le respondía Marta, sintiéndose culpable.
Del hotel le avisaron que estaba despedida. Y como el dinero ahorrado se había ido con la inversión malograda, no pudieron seguir pagando el piso. Se mudaron a un pequeño tugurio en el barrio de Vallecas, donde mes a mes mientras se devanaban los sesos buscando una explicación al por qué un plan tan bien montado no había terminado en éxito, soportaban los insultos del nuevo casero, que amenazaba con echarlas a la calle al primer retraso en el pago.
Un año después, se aclaró el misterio. El futbolista fue sorprendido por un paparazzi trasnochador, besando a un apuesto joven en la oscuridad de un bar. Otra vez las revistas tuvieron material de peso para sus portadas. Con esta evidencia, Marta y Lázara comprendieron de inmediato donde estuvo el error. Aquel preservativo usado no estuvo nunca en el pene erecto del futbolista, sino en el de cualquier puto barato que aquella noche le estuvo haciendo el amor.
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