Las primeras horas de esa noche eran inusualmente oscuras, con un aire cristalino que invitaba a mirar el cielo desde la hamaca paraguaya que se había adueñado de mis atardeceres al punto de continuarlos largamente tras la puesta de sol.

Con la vista perdida en el laberinto de la Vía Láctea encontré el paso de un satélite que lenta pero brillantemente avanzaba por la esfera negra con rumbo a Sirio, la estrella más grande del firmamento.

Comprendí en ese instante que sería testigo de un eclipse, y por una mínima fracción de segundo quedaría oculto en la sombra estelar de uno de los más avanzados equipos tecnológicos de la humanidad, que estaríamos trazando en la curvatura del universo una línea recta, un sector de circunferencia de radio infinito, una parábola ideal cuyo foco se encuentra más allá de los confines del cosmos, una hipérbola cuyas ramas son paralelas y tangentes… tres geometrías ideales de las que sería único testigo.

Seguí con atención los últimos segundos de la trayectoria del satélite, con ansiedad expectante al paso de cada instante, in crescendo, hasta que en el momento crucial esa pequeña luna artificial simplemente cayó en la sombra del planeta y se apagó, y con su luz mis anhelos de teórico de las matemáticas.