La idea del tipo con gafas frente a la maquinilla no es ya romántica, sino más bien ridícula. Así es como hacemos las cosas ahora. Con Word, llenando de migas el teclado del ordenador, escuchando spotify y evitando las pulsiones pavlovianas de entrar a fb, instagram y twitter para ser productiva si tan solo un rato del día. Anoche estuvo lloviendo. No era entonces ni soy ahora esa adorable combinación de errático primor de los coming of age films de mi generación. Nací para amar; para sanar y ser guía. No obstante, ser mujer supone delimitar objetivos propios dentro de la carrera del inatenible pedestal de femeneidad imaginativa. No se ha logrado emancipación ni descolonización alguna, Madame de Beauvoir. Cada cual escoge su veneno entre perseguir a toda costa ser conscientes de que “tu cuerpo es un campo de batalla”, “ni jefes, ni maridos, ni curas, ni partido”. Reivindicaciones anónimas entre perseguir definirnos bajo nuestras propias narrativas. Identificar la misoginia tan bien internalizada gracias a propaganda Disney en un mundo en el que la locura es un rasgo inherente a tus genitales. Cuesta trabajo no disculparse por disculparse por haberse disculpado por disculparse al hablar fuera de turno o hacer una pregunta. Conservar autoridad, sentir la náusea, y reconocer que el hombre ha muerto tanto o más que Dios son pestes que sobrevivimos cual cucarachas; rehusando hacer de vasallo o de víctima. El lenguaje es un arma de captura; una prisión, una cadena de eslabones intangibles. Somos perros domesticados, animales que ya no escapan pero buscan controlar sus condenas entre meditaciones sobre los poderes de abrir y cerrar puertas. Zaratustra es nombre de hembra.

Bechdel nos tiene medidas.