Hay muchas cosas sencillas y simples que siempre pasan inadvertidas. Algunos kilómetros más allá de Oaxaca, México, tuvimos la fortuna de conocer una amplia y tradicional hacienda mezcalera, cuya gran bonanza productiva fue en los años setentas del siglo pasado. Se dice que la palabra mezcal deviene su origen de una palabra náhuatl que significa “agave cocido al horno”. Esta hacienda ha incorporado nuevos elementos para mejorar la elaboración del destilado de agave, pero conservando en esencia el sistema aprendido de sus antepasados de años atrás. El mezcal tiene un sabor suave y complejo, con un olor característico, la ventaja es que no produce resaca, nos decía al parecer con conocimiento de causa don José, encargado del proceso de la molienda desde hace dieciséis años. Al cabo de un extenso recorrido por el lugar desde el corte del agave, apilado de la piña, cocimiento, molienda, fermentación, destilación, para concluir nuestro recorrido en la planta de envasado. Ya íbamos de salida cuando a lo lejos con sombrero en mano don José nos hacía señas, gritó:
“No se vayan, los invito a mi casa donde tengo un “reposado” pa´que lo prueben”. Amablemente nos dijo don José. No se moleste señor, ya nos retiramos, le dije. “No me desprecien, para mi es gusto llevarlos a conocer mi jacal”. La invitación de don José nos pareció sincera y desprendida, al cabo de unos instantes aceptamos aquella generosa invitación, no sin antes mirar de soslayo a mis compañeros, quienes aprobaron la idea. Con los años el deseo por conversar con gente trabajadora, humilde y sencilla se vuelve interesante. De inmediato hizo parar la mula del círculo de la molienda. Minutos después ya caminábamos con rumbo a su casa.
¡Vieja vengo con unos amigos!, gritó un poco antes de llegar a aquella humilde vivienda, pero con un tejaban de palma envidiable que daba una agradable sombra y un seductor olor a tierra mojada. La señora salió a recibirnos secándose las manos en su delantal, “pasen esta es su casa, mi nombre es Juanita”, nos dijo de la manera más cortes posible.
Ya cómodamente sentados bajo el tejaban, don José nos dijo que tenía setenta y dos años, con una mirada risueña y melancólica, nos contó que aquí en su tierra cuando el sol se está poniendo y está por ocultarse en un sitio montañoso, es una delicia ver como el cielo se va vistiendo de distintos colores, y las nubes se tornan rojas, azules y amarillas. También nos platicó de la hacienda, del tamaño de la misma, sobre su época de bonanza y de la cantidad de trabajadores que tenía en aquellos años, de su producción y comercialización, de don José también escuchamos las jugosas anécdotas del pueblo. Se fue el tiempo como aire entre los dedos. En un momento, me atrajo el olor de la leña que salía del fogón, para mi sorpresa, era una enorme cocina oaxaqueña en donde colgaban pocillos, hervidores, sartenes, platos, cucharas y cucharones de peltre. Cazuelas. Los sencillos Jarros de barro, el imprescindible Molcajete instrumento de la cocina mexicana. El autóctono Metate de roca volcánica en el piso que la señora Juanita estaba usando para preparar unas exquisitas tortillas de maíz, y las enormes hornillas de carbón. Una estufa de hierro forjado de leña, todo ello impregnado de un exquisito olor a leña. Era evidente que Juanita nos estaba preparando algo para comer. Desde entonces no he vuelto a probar frijoles de la olla más ricos acompañados con una sabrosa salsa de tomate y chile verde. Hubo un momento en que tomé un puñado de tierra que se encontraba bajo mis pies y la olí. Todo esto me hizo recordar mi infancia en la casa de mis abuelos en donde alguna vez todos mis hermanos fuimos felices. Para corresponder a esta enorme hospitalidad, al momento de partir obsequiamos a don José y su señora un par de ollas de barro negro que habíamos comprado en Coyotepec, así como una vajilla de barro verde de Santa María Atzompa. Y quedamos todos felices después de hablar del mezcal, de olvidados utensilios de cocina, de la amistad, y de la vida.
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