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No podían ser amigos.
Jamás.
Se habían conocido hace ya 12 años.
De casualidad, sin expectativas, sin demasiadas exigencias.
Porque el destino así lo quiso.
Y se llevaron bien.
Sexual, intelectual y sentimentalmente.
Todo apuntaba a algo más. Lo que tenían, resultaba al mismo tiempo, mucho y muy poco.
Y se hicieron pareja.
Naturalmente, como una consecuencia lógica de dejarse ser y aceptar lo que iba sucediendo.
Las cosas de la vida, hechos banales y puntuales, palabras mal expresadas y otras tantas nunca dichas, los llevaron a separarse,
Y volvieron a extrañarse.
Y volvieron a ser pareja.
Y ese ciclo de idas y venidas se les hizo casi rutinario, casi infinito.
Luego de varios años de no verse, todo indicaba que fuese lo que fuese que los unía, ya se había disuelto.
Pero una noche, una fecha, un momento, un teléfono, una llamada...
Y volvieron a vincularse.
Fieles a su siempre ciclotímica relación que alternaba momentos en el paraíso con días infernales.
Seguían yendo y viniendo, aun sin ser pareja ni tener deberes ni obligaciones el uno con el otro.

Los años pasaron. Y no pasaron en vano.
Él, que era bastante mayor que ella, comenzó a sentir en su cuerpo el paso del tiempo. Y un día se enteró. Y se lo contó a ella.
El fin estaba próximo.
Esos últimos meses fueron increíbles, los mejores.
El saber que todo tendría un fin, los hacía disfrutarse más y mejor.
Centrarse en lo verdaderamente importante y descartar lo intrascendente.
Llegaron a reírse juntos, cuando coincidieron, recordando, que jamás se habían autotitulado como amigos.
Y probablemente, fueron un ejemplo de amistad sana, pura y beneficiosa para ambos.
Era extraño, su relación nunca encajó fielmente en ningún rótulo. Eran al mismo tiempo muchas cosas... y a veces, ninguna.
Eran uno, y eran mil.
Eran todo.
Todo y nada.

Cuando él se fue, ella no lo lloró.
Vivió mucho tiempo recordando. Recordándolo. Y sonriendo.
Porque se sentía al mismo tiempo, libre de ese lastre y carente de su alma gemela.

20 años más tarde, ella tuvo el mismo fin.
Y ese mismo día, en ese mismo instante, en un observatorio astronómico, en alguna remota montaña, descubrieron un sistema binario increíblemente inusual.
Dos agujeros negros, rodeados de cientos de planetas.
Dos agujeros negros que a veces se repelían y otras se acercaban y bailaban casi pegados.
Iban y venían, en una danza que parecía eterna.
Pero, como todo, algún día, tendría un fin.

Texto agregado el 28-02-2017, y leído por 112 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
28-02-2017 Un final hermoso y poético.UN ABRAZO. gafer
28-02-2017 La mayoría de las culturas nos enseñan que al morir somos una estrella, quizás no sea un pensamiento tan herrado, al menos como idea es hermosa. Un abrazo, sheisan
28-02-2017 Al ser polvo de estrellas y llevar la semilla de nuestros propios Dioses, repetimos la Tierra en el Firmamento. FerdiCartago
 
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