A veces sueño con ella
estamos desnudas y
enfrentamos nuestros pies
-desprovistos también de disfraz-
jugando a empujarnos.
Sonríe, acaricia mis dedos
y entonces es
cuando yo sonrío.

En mis sueños nunca follamos,
será que no es eso lo que busco.
He visto su cuerpo despojado de miedos
y de ropa por igual, mas
en la pantalla de cine
que existe en mi mente
se repite el trailer
de sus ojos dormidos
sobre el hueco de mi pecho,
de su piel acariciando mis dedos
-y no al revés-,
de su sonrisa tímida
y los nervios bajo la piel.


Otras veces me sueño
en aquel viejo patio,
el ancho alféizar donde imaginaba
a ser equilibrista trepando
por los tejados que escalaba,
a escondidas de mi abuela,
entre gatos y viejas comadres
que luego se quejaban a Lola
de esa nieta tan loca
que andaba por los doblaos
y se iba a romper la crisma
en una hipotética y nefasta caída.

Tampoco me caigo en sueños.
Es extraño, suelo saber que lo son
y aún así no hago nada excepcional
salvo volar. Siempre volar.
Es lo único que puedo echar en cara
a las gaviotas de mi pueblo,
siempre en su ir y venir al puerto,
en contacto siempre directo
con las olas y su mar,
mientras yo permanezco
anclada al tiempo
y a la tierra.

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