Los granos de maíz renacieron, primero salieron de la tierra para asomarse y ver si el mundo era perfecto, luego siguieron creciendo a la misma vez que su tallo se volvía largo y firme, y crecían un poco cada día todos los días, hasta que su semilla amarilla sepulta bajo la negra tierra resplandecía ahora como una mata verde, como un capullo que ocultaba miles de granos dorados semejantes al que se había ofrecido como sacrificio a la tierra. Los dejarían así hasta que los hilillos del sol resplandeciente brotaran abundantes y fueran zarandeados por la fuerza del viento, todos ordenados, miles de ellos en filas, cada fila en su surco, saludando al dios luminoso, nutridos por la tierra y las lluvias que bendecían la vida desde lo alto.