EL GALLO SINCERO
En un abierto corral de campaña, dos gallos de clase entre fina y corriente, en una tarde sin maña, se encontraron frente a frente.
—¡Alto ahí! ¿Qué hace aquí en este lugar tan contento y así de pío cantador?
¿No andará un poco extraviado mi estimado trovador? —dijo en tono nervioso y preocupado, el que se creía valedor de aquel criadero señalado—.
—He aquí que yo lo conmino a que responda la misma pregunta, pollastro impostor y chiflado, y además, de su garganta quiero oír el derivado -replicó el otro franco y parsimonioso: —¿Qué pitos toca en este solar si aquí nadie lo ha invitado?
—Yo soy el dueño y señor del hatillo y patulea -dijo el primero antes de comenzar a enojarse-, y me corresponde en derecho toda la pollera que se fríe en esta cazuela, sin todavía amojamarse.
—Pues, yo no tengo oficio de discutidor, mi querido valedor, —sentenció el alado recién llegado; de modo que, o Ud., se hace a un lado de mi harén y en este instante se esfuma o no dejaré en su talle señales de alguna pluma, ni pizca de pío o amén.
—Mire Ud., gallito inglés demandante de bravatas, en mi corral nadie más que yo canta, y quien se atrevió una vez pretendiendo darme lata, queriendo disimulado fijar aquí sus dos patas, mis espolones lo echaron a la calle desafinado y con la trompa bien chata.
—Yo estoy curado de espanto y no me baño con jabón de olor, tampoco me criaron con besos; alegar ya le dije que no aguanto, y no soy corto en valor para desplumar y rebanar pescuezos.
—¡Ah!, ya veo que viene Ud., buscando riña, pues seguro que por cacareador, quincallero y acaponado en otro chiquero le dieron su piña, y quiere cobrarse el agravio aquí en terreno privado.
—Jamás he tolerado insulto menor, y sépase Ud., que por cosa de menos, destronqué la cabeza de un ave mayor, que al igual que Ud., no tenía en su lengua frenos.
—Pues váyase sabiendo Usía, y no es por nada, que en mi finca, no permito que nadie dance ni de mí se ría o me salte, y de esos de alta clase alada, ya va más de una trinca que aquí se les acoquinó lo gerifalte.
—Yo por defender lo mío no me detengo en la sangre, ni me fijo en estrellas, abolengos, ni barras; y Ud., ya me hizo de la bilis vinagre, y al invadir mis territorios se ha metido en camisa de once varas.
—Yo aseguro que este terreno y hervidero de ponederas son de mi gallinero, y ni Ud., ni nadie tomará parte en mi averío; con el honor de la sangre zanjaremos ardid tan artero, que ajustado estoy para apagar su inflamado desafío.
Y llegando los azufrados gorjeadores de abombada pechera a tan ofuscada exaltación, pusieron coto a todo arreglo de seseras o voluntad de aclaración; porque picantes uno y otro en su alegato, se sostuvieron cada uno alineado a su trinchera, cada cual a su manera y con enredo barato. Y en esos mismos instantes, puestos en guardia guerrera tomaron aire y figura elegantes: elevaron los dos su cresta encopetada y afilaron sus espuelas; luego, con toda la fuerza y bravura desatada acometieron la agarrada, buscando mandar pronto al oponente a freírse a las cazuelas.
El presunto defensor rascó la tierra con furia, mostrando así su energía y estar presto para el embate; también el advenedizo como tempestuosa lluvia desplegó sus alas con fuste y dio comienzo el combate. El primero se elevó con ánimo virulento y malicioso, queriendo arrancar de un tajo con su pico y zarpas la cabeza de su ardoroso rival: el otro dio un sesgo y medio curioso, e hizo morder el polvo al atacante y feroz animal.
Se oyó un estruendoso ¡olè !, y luego en masa coral: ¡torero!, ¡torero!, de las pollas y gallinas tuertas con tupé, que hicieron coros en ruedo para observar la reyerta y el picante desplumadero. Estaban las aves de corral tan contentas luciendo faldas y enaguas, y con tal cacareo, que hasta comenzaron a formalizar apuestas en medio de buches de agua y del usual comadreo. Sin embargo, los gallipavos furiosos, hicieron caso omiso a las avechuchas y otros animales curiosos que se juntaron en un abrir y cerrar de ojos al escuchar la alta discusión con subidos enojos.
Ágil como gacela volvió el ofendido al coto señalado, pero como ave que vuela mucho más arrebatado. El pendenciero belicoso alargó el gollete haciendo chispear su cresta, sacudió feroz el buche y lanzó una mirada de odio violenta; entonces los dos insuflaron el pellejo emplumado y dando un salto parejo se trenzaron como demonches indignados, castigándose violentos con malignos picotazos.
Sonaban con gran estrépito sus acartonados cuerpos y las plumas entretejidas; prodigando picos, uñas y alas, elevando enconadas polvaredas; y por un espacio rancio se trabaron enfurecidos los cloqueadores inflamados en ensayo de altas galas. Fueron mil y uno los choques virulentos de aquellos engallados encrespados, y mudos aguantaron cada estoque sin fingimiento aquel par de demonios erizados. Ninguno dio trazas de cobardía, ni dejaron para después la prez bizarra; los dos emplumados dieron muestra cabal de valor sin collonería, irradiando intempestivos su casta, pasión y garra, pues el coraje desatado en aquella tenaz defensa que cada cual protestaba sin transigir en lo suyo, hizo a un lado toda natural sapiencia y admitir que ésta reinara, dejando que se cebara en su festín el orgullo.
No tardó en aflorar como efecto derivante profusa y abundante la sangre roja, y por amplios tajos de la piel de uno y otro discrepante el vital líquido se arroja. Pero esto arreció más la liza, ya sin fintas y sin ambages, para continuar vertiendo tintas de aquel encarnizado y desnudo enfrentamiento de corajes; los dos se tupían macizo, sin dar ni pedir cuartel con arrojada temeridad; uno a otro se desgarraba si piedad; se desvestía su follaje y volaban las plumas como papel por el piso; y sin ningún miramiento ni asomo de dolor para conservar su honor seguían masacrándose sin la mínima señal de doblegamiento.
Hasta que al fin, luego de un tenso y desgarrador ritmo de combate formidable, como era justo esperar, aquella lucha obstinada debía terminar. Los impetuosos alados ya extenuados, cedieron a un repentino patatús violento, cayendo al suelo ambos exánimes sin aliento; no pudieron mantenerse más de pie ni prolongar en este campo sus guerras, y juntos emprendieron el vuelo al gallinero del olimpo en otras tierras, para librar tal vez otras peleas.
Pero poco antes de dar su último paso al carcavón, cuando sin resuello ni gorjales dejaron de luchar, con voz menos ofensiva que filantrópica, se oyó entre los ofensivos rivales un diálogo irregular, con una nota reflexiva y categórica, que sirvió de aclaración:
—Dígame con franqueza —dijo el segundo en cuestión, campaneando la cabeza, antes de entrar en agonía: —¿Yo venía del septentrión o, acaso del medio día?
—Según creo y me acuerdo -tartajeó expirando el oponente- Ud., venía del oriente e iba con rumbo al poniente -apuntó viéndolo de reojo, oscuro de polvo y sangre, y ya privado de un ojo.
—¡Ay Dios!, se oyó triste exclamar al desplumado ave de gallinero cacareador, que fuera el provocador y matasiete, dirigiéndose con pesar al otro encopetado piador, antes de torcer el pico y desplomarse inerte: —Ud., tenía la razón mi respetado y digno rival: errando de dirección, ¡me equivoqué de corral!
El otro, que estaba también en el término postrero, dijo tranquilo y ufano, como si lo hubieran subido al candelero y levantado la mano: ¡He aquí un gallo sincero!, y doblando la cabeza se fue también al agujero.
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