Hermana
A veces es curiosa la forma en que suceden las cosas.
Creo firmemente que nuestra vida se basa en ciclos que repetimos de manera constante y casi siempre inconsciente. Estos ciclos convergen esporádicamente entre sí, formando en el acto nuevos ciclos que también repetiremos e influenciando el transcurso de los que seguimos repitiendo.
Es esta influencia espuria la que corrompe la normalidad con la que vivimos nuestros ciclos. Y aunque no sabemos si es un acontecimiento el que corrompe todo un ciclo, o viceversa; el hecho es que una vez corrompido, la influencia que un ciclo genera al converger, también se corrompe.
Y son los resultados de estas paradojas existenciales los que van transformando nuestra realidad. Nos vamos convirtiendo, día a día, en copias alteradas de un boceto accidentado, el cual ya no podemos corregir.
Aunque a veces es curiosa la forma en que suceden las cosas.
Siempre me gustó mucho leer. De niño leía cualquier cosa que cayera en mis manos; libros, revistas, cuentos, incluso a veces hasta algún periódico. No entendía la mayoría de las palabras que leía pero me gustaba mucho ver las fotos. Mi hermana siempre decía que no era una lectura “acorde a mi edad” pero yo igual lo hacía.
Cuando tenía alrededor de ocho años, leí un cuento en el que las personas se transformaban involuntariamente en animales. Aunque no recuerdo bien por qué (creo que era por tristeza o por vergüenza) el asunto era que al final, ellos todavía creían ser seres humanos. Los sonidos que emitían no eran más que gritos pidiendo ayuda, y así, confundidos, pasaban el resto de sus días vagando por el mundo sin que nadie pudiera entenderles.
Desde ese entonces nunca pude ver a los animales de la misma forma. Siempre intentaba descifrar lo que trataban de decir, o lo que yo pensaba que querían decir. No importaba que tamaño tenían, prestaba atención al más mínimo detalle en su mirada, buscando alguna señal de humanidad. Me pasaba horas en el parque escuchando cada sonido, cada llamado, cada “grito”. Imaginaba como sería la vida andando solo por un mundo en el que nadie pudiera entenderte. El terror que debe sentirse en las noches, buscando un techo para tu cuerpo y un refugio para tu alma. De más está decir que la idea de que esto pudiera ocurrirme me aterró al punto que pasé muchas noches sin dormir. Cerraba las puertas y ventanas de mi habitación de manera que pudiera permanecer en casa si llegaba a convertirme en algún tipo insecto, y con una cuerda me amarraba un pie a la cama por si era en algún animal de mayor envergadura. Ya se llegaría a imaginar mi familia la suerte que había corrido al entrar y encontrar a un perro o a un pájaro en mi lugar, eso claro si no llegaban a pisarme por accidente. A la mañana siguiente daba gracias por mantener todavía mi forma humana y salía al parque a continuar con mi infructuosa búsqueda, siempre lo suficientemente cerca de casa para poder regresar en el peor de los casos.
Mas con el tiempo fui creciendo y mis años adolescentes dieron cabida a nuevas y más banales preocupaciones. La falta de dinero fue una constante en mi familia por lo que mis hermanos y yo comenzamos a trabajar a temprana edad para ayudar en casa. Entre todos contribuíamos a mantener a flote nuestro hogar y debo reconocer que nunca pasamos hambre ni grandes apremios; aparte de algún eventual desliz modal o del eterno dilema entre el necesitar y el querer, llevábamos una vida bastante normal.
Mi hermana mayor fue siempre el pilar de la familia. Ocho horas de trabajo diurno y unas cuatro de estudios nocturnos no le restaban energías para ejercer e incluso delegar tareas en casa. Todo con una firmeza y ternura que no daban cabida a negativa alguna. A pesar de lo tediosas que estas tareas a veces nos parecían, gracias a ellas, todos funcionábamos como un equipo. Mis sentimientos hacia ella sufrieron la misma metamorfosis que sufrió mi carácter durante mi juventud y hasta mi adultez; temor, rencor, respeto, comprensión y finalmente amor; un amor que al pasar los años se blindó en nuestros corazones dándole paso a una relación espléndida. Éramos amigos, cómplices, confidentes; no había nada que no supiéramos el uno del otro y nuestras opiniones tenían, por decir lo menos, influencia directa en nuestras decisiones; éramos inseparables.
Siendo nuestra relación tan estrecha, era de suponer que todo el preámbulo y postrimería de su noviazgo llegara a mis oídos; con algunas intencionadas omisiones en el ámbito físico, las cuales yo agradecía con sano repudio, estaba al tanto de cada detalle en su relación y, habiendo esta causado tan poco efecto en la mía propia con mi hermana, no tuve mayor inconveniente cuando al fin se revelaron sus planes de matrimonio.
Sin embargo, con el tiempo tuve que ver como nuestra relación fue en detrimento, hasta el punto en que un eventual “small talk” al encontrarnos casualmente en la cocina, daba por concluida nuestra interacción, incluso por días. Fui testigo de incontables discusiones y reconciliaciones, pero siempre estando al margen, solo como espectador. Noté como su físico fue desmejorando; su largo y hermoso cabello negro siempre estaba recogido, su forma de vestir era, por decir lo menos, desordenada... casi involuntaria. Ya no se maquillaba y se le notaban pequeñas arrugas en la comisuras de los labios, incluso había dejado de estudiar y al volver del trabajo, pasaba todo su tiempo ensimismada en quehaceres domésticos. Tanta pena comencé a sentir por ella que siempre hacía lo posible por evitarla. Mataba el tiempo divagando en la calle o simplemente me encerraba en mi habitación hasta que ya no oía sus voces, todo con tal de no enfrentarme a su silente amargura. Nos habíamos convertido en extraños que vivían bajo el mismo techo. Por eso cuando nació mi sobrina, comprendí que mi presencia en casa estaba de más, por lo que decidí juntar mis pocas cosas y marcharme.
Los primeros años fuera de casa fueron muy difíciles; trabajaba en lo que podía y a duras penas me mantenía a flote. No duraba mucho tiempo en ningún trabajo y siempre me retrasaba en el pago de la renta de la minúscula habitación en la que vivía. Trabajé como mecánico, pintor, carpintero y vendedor de todo tipo de mercancías. Estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa con tal de no tener que volver a casa con el rabo entre las piernas. Sentía que mi independencia se había convertido en un asunto de orgullo, y mi supervivencia en uno de paciencia; no estaba dispuesto a averiguar cual de las dos cedía primero, pues de ambas dependía mi nueva vida.
Pasaron varios años hasta que conseguí un trabajo en el cual destacaba y con el tiempo fui progresando hasta alcanzar un nivel privilegiado. Pude mudarme a un lugar más grande y mis finanzas habían vuelto a números negros. Y lo que era mejor; me había asegurado de que seguirían así en el futuro. Sin duda las cosas comenzaban a mejorar.
A pesar de que desde que me fui de casa no había regresado, siempre me mantuve en contacto con mi hermana por correspondencia. Le escribía alrededor de una vez por mes. Le enviaba largas cartas llenas de detalles sobre mi día a día, sobre mi presente y sobre como veía mi futuro. Siempre trataba de inducirla a que hiciera lo mismo, pero era inútil; sus cartas, además de esporádicas, eran superfluas, casi impersonales. Contaba muy pocas cosas de si misma y, salvo noticias como el nacimiento de su segundo hijo, o el hecho de haber perdido su trabajo, no sabía absolutamente más nada de ella. Cada vez me escribía menos y cuando lo hacía, sus cartas eran cada vez más cortas. Yo sentía un profundo pesar al leer cada una de ellas y aunque nunca me lo pidió, le enviaba algo de dinero cuando podía. Siempre me respondía de la misma manera: “Gracias pero no lo necesito” y me lo enviaba de vuelta. Entonces yo se lo enviaba a mi madre, y ella se lo hacía llegar de una forma u otra sin que lo notara; regalos para los niños, vestidos, comida... lo que hiciera falta.
Fue a través de mi madre que supe que su esposo la había abandonado dejando solo una nota sobre la cama: “Lo siento, pero ya no puedo más... siempre estarás allí en mis noches de verano.” y luego simplemente desapareció. Nunca entendí que diablos quiso decir con eso, pero el hecho es que lo odié al punto de que no volví a mencionar su nombre. Mi hermana parecía haberlo asimilado de una manera más piadosa; según mi madre, decía que lo comprendía. Nunca se quejó y siguió su vida con sus hijos, como si nada hubiera pasado.
Yo me sumergí cada vez más en mi trabajo. Llegaba a casa ya muy entrada la noche; demasiado tarde para hacer, demasiado cansado para pensar. Mi trabajo se había convertido en una vía de escape, en una especie de terapia para lidiar con mis sentimientos hacia mi hermana. Pensé que quizás era el momento de vivir y dejar vivir. Supuse que ella también lo había pensado, aunque no podría decirlo con seguridad, el hecho es que sus cartas simplemente dejaron de llegar.
Nuestra comunicación había sido mancillada, y no había nada que pudiera hacer. No importaba cuanto le rogara que respondiera a mis cartas, ella no lo hacía. Le enviaba dinero, intentaba sobornarla con mi derecho como tío, incluso apelaba a la reminiscencia de nuestra niñez; “Cuando nos pasábamos los días corriendo por los jardines...” pero no había respuesta. Así que en mi última carta le escribí diciéndole que ya que no me respondía, iba a ir a quedarme un tiempo con ella en casa para asegurarme de que todo estuviera bien. Yo realmente no pensaba hacerlo, solo quería ver si reaccionaba a mi farol.
Mi plan resultó como lo esperaba. Una semana después recibí una carta de mi hermana; más lo que leí me hizo cambiar de opinión y comencé a hacer mis planes para viajar inmediatamente:
“Querido hermano,
perdona que no haya podido responderte antes, he estado muy ocupada en los últimos días. ¡He conseguido un nuevo trabajo! ¿Te alegras por mí? Es en una importante firma de negocios donde gano muy bien y mis compañeros son muy simpáticos. Además tengo oportunidad de viajar de vez en cuando. Pero eso no es todo, también comencé a estudiar en la universidad por las noches. Es una carrera que va de la mano con mi trabajo, así cuando termine tengo más posibilidades de ascender a una mejor posición dentro de la compañía.
Lo único malo es que no tengo mucho tiempo de ver a los niños pues llego tarde en la noche y usualmente están durmiendo, pero bueno... todo lo hago por ellos, ¿sabes? ¡Me va mejor ahora que estoy sola! Lo he conversado con mamá y vamos a mudarnos a otro sitio mejor... ¡como tú hermano! ¡Ser independientes y libres! ¿No es así? ¿No es eso lo mejor hermano? ¿Ser libres? “Corriendo todo el día por los jardines...” ¡Nuestros mejores tiempos juntos!
Como ves no hay nada de que preocuparte. Yo se que estas ocupado en tu trabajo y no es necesario que vengas... te escribiré cuando tenga tiempo para contarte más sobre nosotros.
Te quiere
Tu hermana.”
Había algo en sus palabras que me perturbaba. Yo sospechaba que tal golpe de suerte no podía ser del todo cierto, pero no tenía forma de saber hasta que punto sería verdad lo que contaba. Lo cierto es que dos días más tarde terminé de empacar mi maleta y me fui a la estación a tomar el tren hacia mi antiguo pueblo. Al salir, noté que habían algunas cartas en mi buzón pero llevaba mucha prisa y las dejé ahí, ya las leería al regresar.
El viaje fue agotador. Siete horas y tres transbordos para finalmente subir al último de los trenes que me dejaría en mi destino. A medida que nos fuimos adentrando en el pueblo, me vinieron a la mente recuerdos de mi niñez y mi adolescencia recorriendo las mismas calles que ahora veía por la ventanilla. Todo se veía tan igual... como si el tiempo no hubiese pasado. Solo las caras eran ahora distintas.
Traté de enfocarlas a ver si podía reconocer alguna, pero no pude. Era mediados del verano, sin embargo no hacia demasiado calor, por lo que decidí bajarme un par de estaciones antes para caminar hasta la casa.
Recorrí el largo camino que cruza con mi antigua escuela; un edificio marrón con líneas blancas que siempre me pareció tétrico. Ahora se veía incluso más pequeño de lo que recordaba. Seguí caminando y mientras me acercaba al centro, comencé a ver algunos rostros familiares. Todos parecían muy sorprendidos de verme ahí. Casi podía escucharlos murmurar. Sin embargo su saludo era corto y algo penoso, acaso reticente. Adjudiqué tal sentimiento a la falta de contacto con la gente del pueblo y a los muchos años que estuve ausente. Era obvio que ya no pertenecía allí y de alguna manera ellos lo percibían. Luego de recorrer otra calle más corta llegué por fin a la plaza central. Estaba, como siempre a esa hora de la tarde, llena de gente. Las personas mayores, sentadas en los bancos laterales, contaban historias de cómo todo era mejor antes; antes de la tecnología, antes de la televisión, antes de la guerra... todo los inconvenientes actuales tenían un culpable, el cual en sus tiempos no existía. Rodeando la fuente y en sus alrededores había gente más joven, en su mayoría madres que iban con sus hijos a pasar el rato y a hablar con otras madres; sobre otras madres, o sobre cualquier pobre diablo que no estuviera presente.
Pero lo que más me alegró fueron los niños. Corrían y saltaban por los enormes jardines que rodean la plaza. Descalzos, iban de un lado al otro tratando de capturar en el aire a alguno de los grillos que abundan en el parque en esa época del año. Su técnica consistía en juntar ambas manos abiertas a manera de boca de jarro a la altura del ombligo, y cuando un grillo chocaba contra su pecho, arqueaban el torso hacia atrás formando una curva con su cuerpo, de manera que este cayera inevitablemente dentro.
Mas cuando alguno tenía éxito y lograba encerrar a uno de los grillos con sus pequeñas manos, casi inmediatamente volvía a abrirlas soltando una estruendosa carcajada que contagiaba a los demás niños, liberando involuntariamente al aturdido animal. Reían y gritaban ignorantes de todo, felices por nada. Por un momento volé a mi propia niñez; recordé como mi madre tenía que perseguirnos para llevarnos de vuelta a casa y como mi hermana, por ser la más grande y rápida, siempre era la última en ser alcanzada... mi hermana.
Entonces volví. Ya no era más un niño. Ahora tenía problemas que resolver y responsabilidades que asumir, y precisamente mi hermana era una de ellas. No tenía más tiempo que perder, tomé mi maleta y continué mi marcha hacia la casa. Di una última mirada a todo mi alrededor y cuando habría dado unos tres pasos la visión de una silueta familiar me detuvo, solté de nuevo mi maleta y enfoqué mi vista lo mejor que pude a la distancia para corroborar lo que veía. No había duda, era ella... ¡era mi hermana!
El corazón quería salírseme del pecho y no pude evitar reír a todo pulmón como lo hacían los niños. Sentía las miradas inquisitivas de todos sobre mí, pero no me importaba. Había encontrado al fin el motivo de mi viaje y estaba feliz por ello.
Estaba vestida muy elegante. Llevaba un hermoso vestido negro con largos pliegues blancos a ambos lados, una chaquetilla de botones, una bufanda negra con lunares también blancos y un pequeño sombrero que cubría su cabello recogido. Me sorprendió un poco verla así vestida en mitad del verano, pero asumí que iría a trabajar y que, siendo ella tan elegante y el trabajo tan importante, esa sería la etiqueta de la compañía.
Una vez pasó el primer impulso de gritarle y correr tras de ella, decidí darle una sorpresa todavía mayor, por lo que comencé a seguirla. Había tanta gente en la calle que no fue difícil camuflarme entre la multitud. Bajamos dos calles luego de pasar la plaza y cruzamos a la derecha, hacia donde está la mejor zona del pueblo; una pequeña colina con enormes casas a ambos lados de la vía. Era difícil decidir cual era más grande o más hermosa. Siempre fue el sueño de todos el poder tener una casa en esa zona, pero claro, quien tendría tal cantidad de dinero. Mi hermana siempre decía: “¡Algún día viviré en una casa de estas, ya lo verás!” ¿Sería posible? ¿Vivía ella realmente allí? En su carta decía que ganaba muy bien y que pensaba mudarse a un lugar mejor pero, ¿tan pronto? Mi curiosidad llegaba ahora al límite.
Seguimos caminando y de pronto quiso cruzar a la otra calle, pero antes de hacerlo miró hacia atrás y sus ojos se encontraron por un segundo con los míos. Yo me quedé pasmado, con una sonrisa en los labios esperando a que me reconociera, pero no lo hizo, siguió caminando y entró en una de las casas.
“¡Era verdad! ¡Lo había logrado!” –pensé mientras reía otra vez. “¡Consiguió su sueño de vivir allí! Y yo que estaba tan preocupado; por favor... ¡pero si es mi hermana! ¡Siempre ha trabajado muy duro y ahora por fin tiene lo que se merece! ¡Tanto así, que ahora viven todos en la mejor zona del pueblo!” Me pregunté donde podrían estar los demás. Supuse que mi madre estaría, como siempre, en la cocina preparando algo delicioso para los niños, mientras estos harían sus deberes en el comedor. Era casi la hora del té por lo que iba yo a llegar en el mejor momento del día, no podía esperar más.
Comencé a caminar a pasos agigantados en dirección a la casa en la que había entrado mi hermana, cuando me topé de frente con un antiguo conocido de mi juventud. El parecía en verdad contento de verme. Me abrazó y me dijo que debíamos reunirnos en otro momento pues llevaba prisa. Yo acepté con gusto su invitación y me despedí de él; mas al darme la vuelta y avanzar unos pasos, casi murmurando, dijo:
–Siento mucho lo de tu hermana.
Me detuve por un momento para asimilar aquella frase sin poder encontrarle sentido alguno. Intrigado, me giré para inquirirle sobre ella, pero él ya estaba a un par de metros de distancia. Evidentemente lo había hecho así para no enfrentarse a mi posible reacción.
Por alguna razón, esas palabras entraron en mí como un virus. Me quedé allí parado sin entender que había querido decir. Me sentí iracundo, pensé en correr tras de él, pero desistí de la idea. Estaba cansado y ahora, gracias a ese estúpido comentario, de mal humor. ¿Que acaso el no sabía donde vivíamos ahora? ¿No había visto la nueva casa? No, no era posible. Seguramente ya se había enterado (como también seguramente todo el pueblo lo había hecho) de que su esposo la había abandonado a su suerte con dos niños que alimentar. Era claro que las malas noticias siempre corren más rápidas que las buenas. Pero no importaba, ya tendría yo tiempo de aclarar las cosas.
Seguí caminando todavía con algo de recelo; me sentía inquieto y algo incomodo, pero las ganas de llegar eran más fuertes. Por fin lo hice y puede ver la casa de frente. Era enorme comparada con nuestra vieja casita. Tenía un caminito de piedras en la entrada y grandes ventanales con hermosas cortinas blancas estilo colonial. Las habitaciones en la planta alta tenían balcones llenos de flores. La casa era de color blanco con el techo de lamina negro, era realmente hermosa.
Permanecí unos minutos contemplando sus rincones y sus detalles. Todo era tan hermoso y yo tenía tantas preguntas... más no me atrevía a llamar por fin a la puerta. Entonces se me ocurrió asomarme por una de las ventanas y espiarlos un rato; además así la sorpresa sería aún mayor.
Entré con mucho cuidado por uno de los jardines tratando de no pisar las plantas, y recorrí casi a gatas todo el lateral de la casa. Iba escuchando por debajo de cada ventana por la que pasaba, hasta que reconocí el inconfundible sonido que hace una vajilla de porcelana cuando la están lavando. Sabía que estaba en la cocina y ese era mi objetivo.
Acosté mi maleta en el suelo para poder subirme en ella y alcanzar mejor la ventana, pero no quería romperla, por lo que tuve que abrir las piernas y posar los pies solo sobre los bordes de plástico reforzado. Luego de dos intentos fallidos por mantener el equilibrio, y aunque todavía temblando por el esfuerzo, por fin logré pararme sobre ella y sostenerme de el borde de la ventana. Y así, con el corazón latiéndome a toda velocidad y una sonrisa que no era capaz de controlar, contuve el aliento, y me asomé.
Mas lo que vieron mis ojos no lo soportó mi alma. El horror de aquella visión me alcanzó como el golpe que no se ve venir. Como cuando construimos por horas un castillo de arena a la orilla del mar, sin darnos cuenta de que la marea va subiendo, hasta que finalmente una ola nos alcanza y, ajena a nuestro esfuerzo, destruye nuestras torres, nuestros puentes, nuestras bases... enviándolo todo de vuelta al mar. Y nos quedamos allí con las manos vacías; empapados, asustados, impotentes. Así entró esa imagen en mi, inmisericorde; derribando mis creencias, mis esperanzas, mis sueños... todo de vuelta al mar.
Pero, ¿que fue lo que vi? La dulce adolescente que lo dio todo por sus hermanos, la abnegada madre que ahora lo daba todo por sus hijos. Mi adorada hermana, de rodillas en el suelo limpiando los pisos con un cepillo. La ropa que le había visto, sin la chaquetilla, era su uniforme de sirvienta. Ahora podía verla claramente; estaba demacrada, seca. Su cabello estaba en muchas partes blanco, sus ojos hundidos, parecían siempre cerrados por las arrugas, sus manos destruidas por el uso del jabón. Parecía mucho mayor de lo que era, y lo que era... un hilacho de persona. Estaba tan impactado que las piernas me comenzaron a temblar sin control y perdí el equilibrio. Salté de la maleta y caí casi de rodillas en el suelo del jardín, seguí con mi cadencia involuntaria y terminé sentado de espaldas a la casa. Temblaba compulsivamente y me costaba respirar. La cabeza me daba tantas vueltas que no podía enfocarme en un solo pensamiento. Todo era como un remolino de recuerdos y de preguntas. Sentía tanta lástima que me dolía. Comencé a llorar. Me sentía culpable. “Quizás nunca debí irme de casa o quizás debí haber venido antes de que todo esto pasara... O tal vez si hubiera mandado más dinero...” ‒pensaba. Todo se sentía tan irreal... como en una pesadilla.
Me levanté y volví a asomarme, esta vez con mucho cuidado de que no me viera. Aún estaba allí en el mismo sitio, todavía de rodillas, se alternaba de cuando en cuando el cepillo de mano por el cansancio. Su cuerpo parecía el de una niña de siete años, su rostro, el de una anciana de noventa. Me bajé con cuidado de mi improvisado soporte y me dirigí de nuevo al parque. Caminaba despacio, casi arrastrando los pies. No me atrevía a ir a casa, solo quería estar solo y pensar. La sola idea de confrontarla me daba escalofríos, aunque en el fondo sabía que tarde o temprano tendría que hacerlo.
Cuando llegué me senté en uno de los bancos que da a la calle por donde había venido, y ahí decidí esperar a que saliera. Era ya entrada la tarde y hacía un poco más de calor, mas no demasiado. El sol comenzaba su descenso por el horizonte, aunque aún le faltaba mucho para esconderse. El día estaba realmente hermoso, pero yo me sentía como en una burbuja invisible. Toda la acción que me rodeaba no llegaba a tocarme. Estaba por completo abstraído. Repasaba en mi cabeza una y otra vez lo que iba a decirle. Solo quería rescatarla, hacerla sentir bien, pero me aterraba su reacción. ¿Cómo decirle que la había espiado y que sabía toda la verdad?
Estuve un rato sentado en el banco, hasta que por fin distinguí su silueta a lo lejos. De nuevo traía su chaquetilla negra, pero se veía menos arreglada que antes. Me parecía que ahora que sabía la verdad sobre su vida podía verla como realmente era, como si la realidad se le notara y cualquiera pudiera percibirla.
Estaba todavía indeciso sobre como abordarla, por lo que decidí seguirla otra vez. Tomé mi maleta y esperé a que estuviera a una distancia considerable para comenzar a caminar detrás de ella. Dio la vuelta en el semáforo frente a la iglesia y bajó hacia el Boulevard, donde están todos los comercios. Allí entró en una tienda de ropa. Esperé unos segundos y entré. La tienda estaba repleta de gente y era difícil encontrar algo en pie. Era una de esas tiendas que vende todo a muy bajos precios, donde la gente se atiende sola desordenándolo todo. Era muy difícil caminar con la maleta entre la multitud y el cuidado constante para con las otras personas me hizo perder a mi hermana de vista. Luego de un momento buscándola, me llamó la atención ver a un grupo de personas rodeando a dos policías, los cuales a su vez rodeaban a alguien haciéndole preguntas. Frente a los policías había una mujer algo mayor que gritaba, pero no podía ver a quién ni por qué. Cuando me acerqué lo suficiente, solo me bastó con ver el pequeño sombrero que sobresalía por encima de los demás para entenderlo, era ella. Me abrí paso a la fuerza hasta quedar de primero en el circulo que la rodeaba. Estaba roja y temblaba mucho. Tenía las palmas de las manos hacia arriba como si quisiera mostrar que no llevaba nada, que era inocente; mas no lo era.
La mujer que gritaba era la dueña de la tienda. La cartera de mi hermana estaba en el suelo, abierta, llena de piezas de ropa todavía con las etiquetas. No había excusas, la habían atrapado. Lloraba desconsoladamente pero a la dueña de la tienda parecía no importarle. Le contaba a los policías que hacía tiempo que sospechaban de ella, pero nunca la habían podido atrapar en el acto, hasta ahora. El rostro de mi hermana se veía cada vez más arrugado, más pequeño. En general se veía mínima, casi como si se hubiera encogido. Por momentos me costaba reconocerla. Miraba a su alrededor, quizás buscando ayuda, quizás consuelo, pero nadie se lo dio. Ni siquiera yo.
Ya un poco más calmada, recogió sus cosas del suelo y cuando iba a seguir a los oficiales a la salida, miró una última vez hacia el frente, justo en mi dirección. Yo me quedé paralizado como la primera vez, solo que ahora estaba seguro de que me había visto. Y en efecto lo había hecho. Su cara se tornó pálida como el blanco de las mismas paredes. Se detuvo en seco. Sus ojos se llenaron otra vez de lágrimas y tuve la impresión de que quiso decirme algo, pero no pude entenderle.
En un último arrebato, volvió a lanzar todas las cosas al suelo y evadiendo a los policías, salió corriendo hacia la parte de atrás de la tienda y se metió en un pequeño baño para empleados que estaba al fondo. Yo solté mi maleta y antes de que todos reaccionasen, empujé a los policías para ganar tiempo y corrí detrás, entrando al baño justo después de ella y asegurando la puerta tras de mi.
Cuando entré, ya se había encerrado en el único cubículo que había. Intenté verla, pero la puerta era una de esas grandes de madera que llegan hasta el suelo. Comencé poco a poco a contarle todo lo que había pasado desde que llegué al pueblo. De cómo la seguí hasta la casa donde trabaja y la vi a través de la ventana mientras limpiaba el suelo de la cocina. De cómo ahora entendía su situación y que ya no estaría sola, pues yo no pensaba abandonarla. Le explicaba que era hora de asumir nuestras responsabilidades y de afrontar las consecuencias de nuestros actos, por más desagradables que estos fueran. Escuchaba su respiración, sentía su vergüenza a través de la puerta. Le recordé nuestra niñez, le hablé sobre sus hijos, y sobre los futuros míos. Le hablé sobre mamá y sobre como le estaba agradecido por todo lo que había hecho por nosotros cuando éramos pequeños. Aunque no me respondía, podía sentir que lloraba y reía conmigo, sin embargo, por más que lo intentaba no lograba convencerla de salir.
Afuera, los oficiales tenían ya rato tocando la puerta y cada vez se impacientaban más. –¡Toc, toc, toc! Cada vez más seguido, cada vez más fuerte, –¡Toc, toc, toc!
Yo estaba muy nervioso. –¡Solo un momento más por favor! –les gritaba, pero parecían no escucharme. Le rogué a mi hermana que abriera la puerta para que pudiéramos salir juntos, pero no me hizo caso. Ya no podía escucharla por el ruido que venía desde fuera.
–¡Abra la puerta inmediatamente! –gritó uno de los oficiales.
–¡Hermana sal ya por favor, te lo ruego! –grité yo desesperado, de pie frente al cubículo, sin recibir respuesta.
El oficial comenzó a patear la puerta del baño con la intención de abrirla. A la cuarta vez lo logró. Su rostro estaba muy rojo y se veía bastante molesto.
–¿Pero que diablos está haciendo usted? –preguntó todavía jadeando por el esfuerzo.
Yo le di la espalda y le grité a mi hermana –¡se acabó voy a entrar!
Comencé a empujar suavemente la puerta y me sorprendí al notar que no estaba asegurada, continué empujando lentamente hasta que estuvo abierta por completo. Mas mi sorpresa fue aún mayor al darme cuenta de que el cubículo estaba vacío. Solo había una ventana abierta para mitigar el calor del verano, y algunos trozos de papel higiénico sobre el suelo, nada más.
Me quedé de pie frente a la puerta sin decir nada. El policía se acercó con cuidado para mirar dentro, luego volvió la mirada hacia mí con una expresión de duda en su rostro, como esperando una respuesta. Yo estaba perplejo, trataba de entender lo que pasaba cuando al fin se me ocurrió, la única explicación lógica posible...
–¡La ventana! –dije sobresaltado, señalándola.
–¿La ventana? –repitió él mirándome, como si quisiera completar una frase.
Se volvió y dio un paso dentro, ya cuando estaba a punto de dar el segundo escuchamos un ruido. Era un ruido chirriante y agudo, tan común que nadie hubiera tenido problema en identificar de no haber sido por las circunstancias. Nos miramos extrañados, en silencio, esperando oírlo de nuevo. El oficial, evidentemente más impaciente que yo, dio otro paso hacia adelante y entonces lo escuchamos otra vez. Era obvio ya que venía de detrás del retrete, por lo que se agachó para mirar. En ese momento fue cuando saltó. Enorme, negro, con sus impresionantes patas traseras. Era un grillo. Dio una vuelta sobre si mismo, chirrió de nuevo y se detuvo, quedando de frente hacia nosotros.
El oficial se incorporó observándolo con una media sonrisa en los labios, el grillo no se movía. Luego se giró un poco a su izquierda, mirando en mi dirección y comenzó a chirriar sin parar, casi como si quisiera decirme algo.
Fue entonces cuando lo entendí. Me llegó como la primera ráfaga de viento helado al abrir la ventana, tras una larga noche de invierno. Ahora podía verlo todo con claridad; nuestra infancia, el libro de animales, mi paranoia, su trágica historia y esta monstruosa situación, la habían empujado a este draconiano desenlace, a esta perversión evolutiva... ¡mi hermana se había convertido en un grillo!
Mi primera reacción fue gritarle al oficial: –¡No lo pise! Él, sorprendido por mi reacción, se quedó petrificado. Con los ojos muy abiertos mal me veía a mi mal veía al grillo. Por un momento los tres nos mirábamos como en una especie de discusión muda; mi hermana, ahora en su nueva forma insectil, el policía y yo. Me tendí boca abajo en el suelo de la forma más lenta y calmada como me fue posible para intentar atraparla, pero comenzó a saltar descontroladamente escapando de mi. Yo trataba de calmarla diciéndole que no se preocupara, que todo iba a estar bien, pero obviamente había olvidado el lenguaje humano porque no parecía entenderme. En lugar de eso, dio un enorme salto sobre mi cabeza fuera del cubículo. Me giré y vi que estaba a punto salir del baño por lo que le grité al oficial: –¡La puerta! ¡Cierre la puerta! Pero él, que hasta este punto seguía viéndome con cara de no tener idea de lo que pasaba, miró a mi hermana una vez más y, en un rápido movimiento, se agachó para intentar atraparla el mismo. Ella lo vio venir mucho antes de que el lograra acercarse, y con sus nuevas y poderosas patas traseras, saltó hacia afuera.
Yo incluso antes de levantarme del suelo comencé a gritar:
–¡Cuidado! ¡No la pisen! Mas vi con horror al salir que la tienda estaba mucho más llena de gente que antes de que entráramos al baño. Había ahora niños que jalaban las ropas de sus madres señalándome con el dedo, muchos más policías y hasta un hombre con sombrero tomando fotografías. Todos me miraban, ignorantes de la fantástica situación, de la misma manera que lo hacía el oficial en el baño. Me agaché y vi a mi hermana a un par de metros delante, justo al lado de una niña que la veía con una sonrisa. Seguramente trataba de comunicarse con ella. Volví a gritarle que no se moviera, que yo la ayudaría, pero volvió a saltar. Ahora todo se había convertido en una persecución de vida o muerte; ella escapando de la jungla de piernas que la separaban de la puerta principal y yo, detrás, tirando estantes de ropa, empujando a las personas y liberándome de las manos que por alguna razón intentaban sujetarme.
De alguna manera (deduzco gracias a su nueva fuerza animal) logró llegar hasta la entrada de la tienda. Yo la alcancé algunos segundos después y me detuve a una distancia prudencial, no quería volver a espantarla. Al principio parecía insegura, pero ya había tomado su decisión. Se volteó y me miró por última vez, como despidiéndose, luego dio dos enormes saltos hacia afuera y desapareció.
Me quité la chaqueta y salí corriendo tras de ella, pero ya era tarde. El parque, como hacía rato, estaba repleto de niños tratando de atrapar grillos. Me preguntaba cuantas hermanas podían convertirse el mismo día en la misma forma. Mientras intentaba atraparla, tratando de imitar la técnica de los niños que había visto más temprano, gritaba cosas como: –¡Hermana regresa! ¡He vuelto para ayudarte! ¡Todo va a estar bien! Estaba desesperado. ¿Cómo sería ella ahora capaz de regresar a casa? ¿Cómo podría yo reconocerla, incluso si podía atraparla? ¡Todas se veían igual! Comencé a llorar mientras seguía corriendo detrás del primer grillo que pasaba por mi vista, mas en el fondo sabía que era una causa perdida. Todas las mamás habían tomado a sus hijos en brazos y ahora me miraban espantadas. Sentí lástima por esos niños que quizás no podrían encontrar nunca a quien buscaban. Después de todo ¿quién podría creer semejante historia? Seguí solo en mi búsqueda, pero eran demasiados grillos. Estuve mucho tiempo en ese jardín, hasta que sentí unas manos que finalmente me detuvieron. Estaba agotado. Continué llamándola mientras me sacaban del parque, pero era inútil. La había perdido.
Después de eso volví a mi antigua casa. Me prohibieron volver al parque y ahora paso mucho tiempo encerrado en mi habitación. Una vez a la semana salimos a caminar y yo siempre voy mirando debajo de los autos y en los rincones, pero ya nadie me habla. Lo peor es en las noches cuando la escucho llamándome, me imagino como debe estar asustada. Siempre me pongo a llorar pero se me pasa. Anoche no lloré, pero se me ocurrió que si dejaba la ventana abierta podría volver a entrar cuando encuentre el camino de regreso... aunque la cuerda amarrada a mi pie sí la dejamos día y noche, nunca se sabe.
FIN
J.P. Bozo
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