Lo conocí en su peor momento. Es seguro que al nacer correteaba feliz, sin imaginar lo duro que sería vivir cuando todos te dan la espalda; cuando sólo recibes golpes y abusos de quienes, se supone, deben amarte y cuidarte...
Su nariz reseca, tan reseca como algunas zonas de su piel expuesta, eran clara señal de la crueldad humana y lo que es peor, de su posterior indiferencia. Ignoro cuánto tiempo vagó en ese estado, invisible para todos, hasta que lo encontré arrumbado y casi moribundo, junto a una pila de bolsas de basura.
Las primeras semanas fueron muy duras. Sus ojitos vidriosos, empañados de temor y desesperanza, no daban crédito a los cuidados que recibía. Cada noche, antes de terminar mi jornada, le susurraba palabras de aliento y amor, mientras acariciaba su pequeño y frágil cuerpecito. En un principio temblaba, pero al paso de los días comenzó a confiar en mi acercamiento. Yo pretendía, en un acto de magia y fe, traspasarle mi fuerza y vigor para que sobreviviera.
En el silencio de la noche, lo último que hacía, era pedir por su recuperación, por tener el privilegio y la oportunidad de brindarle una buena vida, darle, lo que todo ser vivo merece: Una existencia digna y segura.
Y ahí estaba mi bichito, unos días casi bien, otros días más bien mal; siempre al borde del abismo. Pero insistí con amor en mis cuidados y esmero. Sé que los perritos no hablan humano, pero si les hablas con dulzura te entornan los ojos e inclinan la cabeza, es su forma de decir "te entiendo". Creo que comprendió también mis lágrimas y que le pidiera perdón por pertenecer a una raza tan estúpida y egoísta...
"¡Vive mi bichito, sé fuerte! Pronto pasearemos por la calle y correremos en el parque mi dulzura..." El bichito me miró tiernamente, me despedí con un beso.
Esa noche -como tantas otras- tardé en conciliar el sueño. Me despertó temprano la alarma para darle su medicina, pero él... él ya se había ido.
M.D
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