febrero de 2017
El Justiciero

Él se sabía cobarde, pero no un cobarde cualquiera, un cobarde consciente y, precisamente en ello, radicaba su fuerza. Hasta su nombre era insignificante y él lo sabía pero, en lo irrenunciable de su empresa, radicaba su fuerza.
Ese día, Edgardo se levantó temprano, como siempre. Cada miércoles, a las 13:30, puntualmente, empezaba la reunión. El preparó con esmero el paquete. Tres elementos eran suficientes. Un pequeño envase con el combustible, la caja de fósforos, prolijamente envuelto en añejo papel de diario, un diario antiguo.
La reunión empezó sin él. Nadie reparó en su ausencia, ni en la puerta que pareció abrirse. Todos olieron un extraño olor a combustible, debería ser la estación de servicio vecina, como siempre. El aire pareció enturbiarse, como si una niebla opacara la visión pero no tuvieron tiempo de verlo. Intempestivamente saltó Daniel, se puso de pie envuelto en llamas. Nunca pudieron apagarlo, los manotazos desesperados solo oxigenaban más el fuego que lo consumió rápidamente. Siguió ardiendo el cuerpo después de muerto y, extrañamente, el fuego no se propagó a la alfombra.
No hubo denuncia policial. Nadie reclamó el cuerpo. Esa noche, Edgardo, sintió que había vengado a su amigo. Nunca se volvió a sentir tan satisfecho.
m.f.l.