Tenía cinco años y vivía con sus padres y una hermana en un poblachón del sur de veranos inclementes. La vivienda era una casa solariega de dos pisos con espaciosos balcones a la calle, cuajados de macetas, los más llamativos de la localidad.
El tórrido verano imponía silencio de sacristía a la hora de la siesta, una tradición incuestionable del lugar. El pequeño Manuel se resistía a dormir porque a esa hora nunca tenía sueño mas la férrea disciplina familiar la hacía obligatoria. Se acostaba en su alcoba, apagaba la luz y, cuando imaginaba que todos habían sucumbido al letargo de la siesta, abandonaba el lecho y se tumbaba entre los tiestos del balcón que daba a la plaza. Cerraba los ojos y geranios, corales, hortensias... se trocaban en exuberante vegetación de jungla: caobas, ceibas, choibás y lianas, por las que trepaba y saltaba huyendo de imaginarios perseguidores. Los monos, espectadores de excepción del aguerrido aventurero, coreaban con sus grititos las hazañas de nuestro héroe.
Pueblo, plaza, casa, familia, sopor de verano y siesta, todo se desvanecía y se transfiguraba en la febril imaginación del niño. Ponían el fin a sus ensoñaciones los pasos de su madre sobre la escalera para avisarlo de la hora de la merienda. Manuel abandonaba su guarida y se metía en la cama haciéndose el dormido.
De aquellas rebeliones infantiles a la siesta le nació al niño Manuel su vena de poeta, al abrigo de las macetas de su madre, las más bonitas del lugar. |