-Confieso padre que he pecado- dijo la mujer con voz entrecortada al sacerdote que, cobijado en la penumbra del confesionario, parecía contemplarla en actitud meditativa.
-He sido infiel a mi marido, me he revolcado con otro en el mismo lecho donde le he jurado amor eterno.
El cura no parecía inmutarse y la miraba con fijeza, como conminándola a seguir soltando sus pecados.
-He sido egoísta, he engañado, he robado. Como tesorera del centro de madres he falseado las cantidades recaudadas dejando buena parte de ese dinero para mis propios menesteres. Usted sabe padre, somos seres falibles. La mujer se enjugó sus lágrimas, la voz se le enronqueció y se revolvía sus manos como si estuviese amasando un bíblico pan. Le dolían las rodillas pero era necesario soltarlo todo, alivianar su alma para estar un poco más conforme consigo misma y meridianamente en paz con ese Dios tan implacable que no le perdonaba ni una.
-Mi primer hijo no es de mi marido, eso ya se lo he contado a usted. El que no lo sabe es mi hijo ni tampoco lo sospecha mi marido. Lo que me preocupa es que Wenceslao se parece cada día más a Rubén, su verdadero padre. Son como dos gotas de agua. La mujer se persignó con un movimientos torpe. El sacerdote no le quitaba el ojo de encima, era evidente que le concedía la oportunidad de arrancarse del alma hasta sus más mínimos pecadillos.
-Padre, nunca he sido fiel, nunca. Me merezco el infierno. Además debe usted saber que…
Dos largas horas transcurrieron desde que la mujer posó sus rodillas en aquel tablón. Dos largas horas de confesiones, de hurgar su alma para ventilarla de todo ese contaminante peso. El padre no variaba un ápice en su actitud contemplativa.
Los que vieron como retiraban el cadáver del padre Lázaro del confesionario, juran que en sus ojos parecía irradiarse una especie de cuestionamiento existencial, una profunda plegaria que se quedó suspendida entre los ecos de la enorme catedral.
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