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EL HOMBRE DE LA DESGRACIA CONSTANTE (2)

Aquel fatídico 12 de octubre, aniversario número trece de su nacimiento, lo había presentido nomás despertarse. Sabía que si comenzaba su día nervioso, sin ningún problema aparente, o si al levantarse le transpiraban las manos o la garganta le devolvía un sabor amargo, algo malo iba a ocurrirle durante el presente día. A él o alguna persona conocida, no una tragedia pero si algún suceso capaz de cambiar los planes de cualquiera, de alterar al más pacífico o de malhumorar al más optimista. Esa mañana por primera vez reconoció que lo que sentía no era ni más ni menos que los síntomas que varias veces había experimentado, los avisos de su mente, las señales de su organismo. Muchas veces había soportado similares advertencias pero nunca las había relacionado con las pequeñas tragedias posteriores. Se dio cuenta entonces que desde ese mismo instante hasta acostarse en su cama por la noche, debería andar, como muchas veces había leído en sus historietas, con “zapatos de plomo”, con demasiado cuidado. Suponía que sabiéndolo de antemano igualmente no podría evitar lo que iba a pasar pero si aminorar los efectos del suceso.
José Batista bajó a desayunar y su familia, ya reunida en la mesa de la cocina, lo saludo gritando casi al unísono: ¡¡¡Feliz Cumpleaños!!!. Su madre se levantó, le estampó un beso en la mejilla y le sacudió su cabello recién peinado. Su hermano mayor lo saludó desde su asiento y siguió comiendo sin levantar la vista del plato. Su padre lo llamaría como todas las mañanas de festejo, al mediodía, cuando José estuviera de vuelta en casa del colegio y él en su horario de almuerzo del trabajo. Se sentó también a desayunar y después de 10 minutos se incorporó, arrojándose la mochila tras los hombros y dando un breve beso de despedida a su madre, salió a la calle. Sabía que aquella noche tendría su fiesta, que vendrían sus tíos y abuelos y que recibiría muchos regalos. Pero la que le interesaba era la reunión que se llevaría a cabo un día después, en la que estarían sus amigos, y beberían y comerían muchas cosas dulces y donde verían películas o jugarían al fútbol, según se les antojara. No era que no disfrutara de la celebración familiar pero sabía que con sus parientes la cosa no era muy divertida. Aunque cuando se ponía a pensar en el pasado, sus mejores momentos los había pasado con sus parientes, ya que era su tío paterno o su abuela materna quienes siempre le proveían de sus mejores regalos. A José desde pequeño le gustaban los paquetes rígidos, de formas cuadradas o rectangulares, o de formas indefinidas, pero definitivamente rígidos. Sabía que si el paquete era blando o chato se trataría seguramente de ropa, lo que solo alegraba a su madre pero a él le daba mucha bronca. En cambio si antes de abrirlo o tocarlo, veía que el regalo tenía aspecto de algo duro, de un paquete bien envuelto, ya de por sí le gustaba sin antes abrirlo, ya que esperaba que cuando le sacara la piel de fantasía a aquella caja, aparecería aquel juguete tan esperado, o el artefacto electrónico desconocido del momento. Sin embargo no se entretuvo tanto tiempo esa mañana en pensar en los regalos o en las fiestas de su cumpleaños. En la escuela solía prestar atención y aquella mañana no fue distinta, pero en el camino de ida y vuelta de la misma, no había hecho otra cosa que meditar acerca del descubrimiento que se le había revelado aquella mañana y de lo que iría a ocurrir en algún minuto, en algún instante de ese día, de su día. Poniéndose a pensar en las ocasiones en las que había sufrido los ya mencionados síntomas, José las empezó a recordar con cierta amargura, una por una. Y vino a su mente el día que jugando con su abuelo, le metió un dedo en el ojo y le produjo un desprendimiento de retina, el cual ya estaba curado, a decir de toda la familia, aunque en verdad solo el padre de su padre sabía que desde aquella vez nunca había vuelto a ver como siempre. Y rememoró también aquel sábado de competencias interescolares, con sus padres y hermano en la tribuna y sus mejores amigos viéndolo, y él, que era el más rápido del colegio y candidato a ganarse un trofeo, no pudo participar de la competencia de 110 metros con vallas, debido a una colitis que lo tuvo a maltraer por una semana entera. Y también hizo memoria de aquel día de finales de séptimo grado, cuando por un voto perdió la elección de mejor compañero y rememoró el último cumpleaños de su abuela, a quien quería tanto y a quien abrazó tan fuerte que le fisuró una costilla. Y de aquella única vez donde después de insistirle tanto al tío, logró que este lo llevara de pesca en su lancha, con la mala suerte para José que tiró mal su caña y la recogió peor, enredando todo el hilo de la misma en la hélice del motor, por lo que debieron volver remando a la costa, más que nada el tío, quien después s además debió pagar por el arreglo del mismo.
Como quedó visto y explicado, a José le sucedían desgracias, no tragedias, nada fuera de lo común, nada extraordinario pero tampoco era algo común a pasarle a cualquier persona. Por eso José seguía preocupado, ya que se había dado cuenta que se había dado cuenta que por momentos poseía mala suerte y por momentos esa mala suerte la trasladaba a quienes lo rodeaban circunstancialmente. Tenía la certeza que nadie iba a morir, que nada muy grave ocurriría pero que a su vez algo malo iba a suceder, algo feo. Malo y feo por no deseado, por sorpresivo, por inoportuno, algo que no sería irreversible pero casi, una mancha. El sabía que iba a pasar pero no sabía qué iba a pasar.

Texto agregado el 16-09-2004, y leído por 123 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
24-10-2004 Espero ansiosa el próximo capítulo moma
 
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