Cuando abrió la puerta, un silencio inusual lo recibió en penumbras. 12:00 de la noche. Todo estaba en orden. En la sala, unas varitas de incienso despedían un aroma a sándalo. Sorprendido cruzó el pasillo sin encender las luces. Antes de entrar a la habitación se detuvo un instante, cerró los ojos y respiró profundamente. Muy despacio y sin hacer ruido, giró la perilla, y lo que vio le estremeció: Ataviada con las más sensuales prendas que ella se hubiera atrevido a usar, estaba ahí, recostada, sobre un montón de telas de seda que brillaban bajo la tenue luz de una lámpara de sal.
Más incienso, pero de copal. La encontró dormida; más hermosa que nunca. Su piel también brillaba. Por primera vez podía observarla detenidamente y recorrió con sus ojos cada espacio de su cuerpo, sin que ella le interrumpiera con su atolondrado pudor. No tenía dudas, había elegido bien. Se sentía afortunado de tenerla como esposa, porque además de encontrar en ella la ternura y fortaleza que necesitaba, le parecía una mujer muy atractiva. Así permaneció por un rato, evocando la mágica noche que los unió. Ella no estaba dormida; quería sorprenderlo y hacer algo diferente. Sabía que en su nuevo trabajo estaba rodeado de muchas mujeres que podían llamar su atención, y aunque se sentía segura de su amor, no podía siquiera imaginar perderlo. Él la había salvado de un letargo de angustia y ahora estaba segura a su lado, disfrutando cada etapa de su nueva vida. Mientras seguía fingiendo, sintió como unas manos la recorrieron suavemente. Sin resistir por mucho tiempo, respondió a las caricias con sus labios. Lo miró con un gesto sensual y besó sus párpados, sus pestañas y el contorno de sus cejas; sólo toquecitos que electrizaron a Miguel. Luego le susurró al oído cuánto lo amaba. Besó su cuello por largo tiempo y luego lamió sus pezones porque sabía cómo lo disfrutaba. Cuando los labios de Mariana tocaron su ombligo, Miguel estaba a punto de explotar y quiso apresurar las cosas, pero ella se lo impidió y siguió con su plan. Cada lugar, cada rincón, liso y rugoso, húmedo y tibio, fue probado. Después vino el arrebato, la locura y el delirio. Nunca como esa noche, Miguel se sintió amado.
Ya en la madrugada todo era calma y silencio otra vez. Ella no estaba en la cama y él aún saboreaba el acontecimiento. Ni siquiera el timbre del teléfono le pareció tan molesto como cada vez que lo despertaba insistente… - ¿Bueno?... ¿Miguel Centeno?... Siento mucho comunicarle el fallecimiento de Mariana Sotelo… Esta tarde recibió una bala perdida de una persecución policíaca. Ella se encontraba en una tienda esotérica, comprando varitas de incienso.
(2005) |