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Vida y milagros del Atlético de Madrid.
Mi adscripción al club del Manzanares, firme como una roca, se remonta a los tiempos pretéritos de su fundación. Era un concepto imaginado en la mente de mi abuela y ya era del referido club. Cuando por el mil novecientos cinco o seis se fundara, ya era un nasciturus hincha colchonero. Es más, me atrevería a decir que en el seno materno ya sentía tal pulsión ciega por los colores, sus emblemas y demás parafernalia futbolística. Su declive ha sido el mío y su cénit también. Aquella proverbial irregularidad del club ha sido la mía también y ese cierto sentimiento trágico de la vida lo mismo he compartido. Pero lo que quiero contar sólo está tangencialmente relacionado con las vicisitudes rojiblancas.
Merodeaba por los alrededores del estadio Calderón a modo de penitente en aledaños de templo sagrado cuando tuve oportunidad de conocer a Adolfa. Adolfa era también forofa futbolística pero su predilección distaba bastante del equipo del puente de Toledo ya que era seguidora del Real de Madrid- como creo que en puridad se ha de decir, aunque me la envaino rápidamente si alguien se opone. El caso era que la chica por una suerte de sentido parecido al del ejército de salvación andaba por allí haciendo propaganda del otro equipo madrileño y a modo de recriminación a cuanto pobre se le adivinara la adscripción rojiblanca que por allí anduviera paseaba su palmito envuelta en los colores del de Chamartín. De cierto que hasta con harapos saldría favorecida la chica, de tan rozagante y hermosa que era, pero no me pareció correcto aquel ejercicio de competencia desleal allí tan en las proximidades de los zaguanes rojiblancos y se lo hice saber olvidando la máxima no escrita según la cual hay que descubrirse siempre ante la tía buena. A partir de ahí se inició un debate que prosiguió en un bar cercano ante dos mahou- que, por cierto, se fabricaban a la vuelta de la esquina- en el que tras acalorada disputa acabé convencido de que la razón estaba de su parte hasta tal punto era el poder hipnótico de aquel péndulo en forma de apéndices mamarios que por un resquicio de la camisola exhibía la chica. Hecho un corderito salí aquel día dispuesto a abjurar de aquellas que yo creía firmes creencias a poco que me topara con el señor Di Stéfano por la calle.
Poco a poco, sin embargo, fui recuperando el pulso vital que había sido constante en mi vida, aunque confieso que me palpita todavía el corazón de inusual manera cuando entre el tráfago urbano se adivina una cabellera rubia envuelta a lo lejos en blanco y mora.

Texto agregado el 02-02-2017, y leído por 156 visitantes. (0 votos)


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