He estado viendo historias de muertos que regresan. Disfruto mucho con tales series que adolecen de la pantomima horrorosa y que más bien presentan un dilema que trato de adivinar. Ellos no son esos cadáveres que aparecen en historias de terror burdo, con rostros desencajados que han sido intervenidos por la fría humedad de la fosa y por las larvas de las moscas. No es así, estos aparentes difuntos llegan de un día para otro, muy saludables y el espanto que provocan a sus familiares y conocidos no es tanto por su apariencia, sino por el inexplicable y aterrador hecho de que estén allí, plantados como si nada, desafiando las leyes que rigen las vicisitudes de la vida y la muerte.
Y uno se acuerda, a propósito de esto, de aquellos familiares que se fueron distanciando hasta que el lazo no fue más que una hebra gelatinosa a punto de cortarse en cualquier momento. Y de repente se producía un milagroso ring ring que aparentaba fortalecer dicho vínculo, eran voces a tientas en el umbrío espacio de la no existencia, revistiéndose con ecos fantasmales. Sonaba la voz desgañitada de una tía que, hojeando un álbum de fotografías, se acordó de nuestra existencia. Y ahora, esa finada renacida chillaba con sonidos de ultratumba que se filtraban por el auricular anunciado una visita que quizás jamás se concretaría. Vaya a su favor, que tampoco hicimos el menor intento por restablecer ese delgado hilo y no era remordimiento el que nos abrumaba sino la evidencia de que en algunas ocasiones no es la lejanía la que va desluciendo las relaciones, sino el hecho de no encontrar nada en dichas personas que sintonice con nuestro espíritu, salvo el de revivir las buenas costumbres y la cortesía demagógica que viene siendo un buen sucedáneo para eternizar la aridez de una planta que nació seca.
Y claro, abrimos la puerta y ese fantasma nos sonríe sin que se le caiga la mandíbula, es la tía, que haciendo un esfuerzo titánico se nos apareció vivita y coleando, más vieja de lo que recordábamos, pero con esa risa de hiena que ha cultivado en su ostracismo de años. La hacemos pasar y damos curso a esa ceremonia que nos muestre por lo menos como sobrinos gentiles, ofreciendo asiento, bebidas y unos pastelitos para acompañar con el té. Ella agradece todo, pero no acepta nada. Sólo viene a sincronizar sus recuerdos con nuestra actual estampa. Claro, ya no somos los niños que ella conoció, somos provectas personas rumbo a ese callejón sin salida que es la vejez y del cual sólo se puede escapar con un salto al vacío o aguardar quejumbroso en el lecho que después será mortaja.
Pero, en la conversación van renaciendo situaciones, recuerdos ya olvidados y hasta un par de lágrimas baja sinuosa por la llanura agreste que son las mejillas de nuestra tía. Y la obligamos a que nos acompañe con un café y de pronto, esa tía que se parecía mucho a esos muertos elegantes de la nueva hornada de filmes de terror, adquiere matices que se habían filtrado por los escondrijos de nuestra memoria. Y nos abrazamos y reímos y es de nuevo la tía, la lejana tía que con su aparición fortaleció de manera vigorosa ese vínculo que creíamos inexistente.
Quizás le dé una nueva mirada a esa serie de terror moderno y por supuesto, un sesgo más complaciente a las relaciones familiares.
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