Salió de la cantina tambaleándose, más cerca de la inconsciencia que de la cordura. Caminó algunos metros apoyado en la pared más cercana, recargando todo su peso en ella para evitar caer. Fue entonces que le entraron las ganas de vomitar, entre grandes arcadas vació una pasta amarillenta, agria y maloliente, que empantanó con un gran charco la banqueta. Intentó dar un par de pasos más, pero ya no encontró apoyo de ninguna especie. Con la visión borrosa, nublada por el exceso de alcohol consumido, las piernas y el equilibrio fallaron. Percibió con extraña nitidez que las fuerzas lo abandonaban, que le obligaban a caer. Se sintió inexorablemente atraído hacia el suelo, su poca lucidez le permitió solamente encoger los hombros tras presentir la caída. Mientras lo hacía, comprendió con vaguedad su indefensión, su derrumbe físico y moral, el dolor de su mujer (carne morena, tibia y firme) y los tres hijos pequeños, esperando inútilmente por alguien que llevaba días sin arribar a su casa y al trabajo. No había nada por hacer, ni salvar. Desde que se dedicó a beber un día tras otro sin importarle más nada, se supo perdido. Ahogado en alcohol y sin fuerza alguna de voluntad para resistirse, su destino era evidente. Las múltiples sesiones que había tenido en AA, tampoco habían servido de nada. A punto de tocar el suelo alcanzó a esbozar una leve mueca que pretendía ser una sonrisa, pero todo quedó en eso, en una estúpida mueca desvaída.
Entre el momento que perdió pie y el contacto contra el piso, acaso pasarían dos o tres segundos. Fue a dar al pavimento con toda su humanidad, golpeándose la cabeza. Allí quedó, despatarrado y sin sentido, con la boca abierta y mirando al cielo, revolcado entre la inmundicia fermentada que había brotado de su propio estómago; totalmente inconsciente entre la oscuridad de la noche, el exiguo alumbrado de la calle y el frío de perros de un diciembre crudo nada acogedor. En la calle oscura y solitaria a esas horas de la madrugada, no había un alma que pudiera auxiliarlo.
Desde antes de la caída, aquel hombre era ya un hombre muerto. Ahora inmóvil, abandonado a su suerte y al frío inclemente, ya no existía la posibilidad de algún regreso posible.
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