Como no recordarme de Román, el tío espurio que vivía en esa casona, en una covacha sombría que se encontraba en el fondo del largo patio. Era el único rincón que sus primas podían prodigarle, alejado de la gente más tranquila que arrendaba piezas a la entrada. Allí estuvimos arrendando un solo año, lo que para mi madre fue un suplicio y para mi padre una verdadera bendición, puesto que allí también vivían dos primos, que con Román conformaban una trilogía de miedo. Todos eran adictos al alcohol y a la pasada agarraban a mi padre y se iban de juergas hasta altas horas de la madrugada. Digo que fue una bendición para mi padre, acaso hastiado de las estrecheces económicas y con cuatro hijos que alimentar, además de una esposa que no le daba tregua con sus legítimas demandas. El trasegar un vino de dudosa calidad, pero que lo enviaba al paraíso de una libertad sin escalas, de risas despreocupadas y de temas que surgían entre bromas y más brindis. La triste realidad se esfumaba en dichas tertulias y si bien, era un acto de irresponsabilidad con los suyos, esta era la vía de escape más propicia para olvidar por un largo rato los problemas.
Pero el arribo era sórdido. Los hombres lo dejaban sentado en un escalón de la puerta de su pieza y cada uno partía a sus respectivas habitaciones. Y allí se quedaba mi padre dormitando hasta que se iba de espaldas, golpeando estrepitosamente la puerta. Aparecía mi madre, que no había pegado pestaña, lo regañaba en voz baja y lo ayudaba a levantarse. Mi padre, victorioso militante de esos sueños quebradizos y eufóricos, entonaba una desafinada canción, intentaba una proclama y reía mientras mi madre lo desvestía para meterlo a la cama.
Y yo me contagié con las aprensiones de mi madre y me empezaron a caer muy mal esos personajes libertinos que casi en las sombras, acudían para secuestrarnos a nuestro padre y llevarlo a esos antros de oscura reputación. Yo, evidentemente repetía el discurso de mi madre y copiaba la repulsión que sentía ella por esos tipos, que cuando estaban sobrios eran de una simpatía desbordante. Incluso Román, el más desaliñado de estos personajes, tenía una sonrisa encantadora, según mi madre y como ella era la catalizadora de mis emociones, yo hasta le encontraba razón.
Pero la cabra al monte tira y una tarde en que mi madre estaba sola con sus cuatro rapaces, apareció el hombre de la sonrisa encantadora y cosa rara, se puso a conversar animadamente con mi madre, que hacía el aseo con la puerta entornada.
¿Qué cuenta Jolita? le preguntó Román a mi madre y ella, que estaba desprevenida, pegó un respingo y luego le devolvió una tímida sonrisa.
Lo que es la vida. Estando tan cerca y tanto tiempo sin verla.
Así es la vida de las dueñas de casa pues, pasamos haciendo cosas y más cosas. Respondió mi madre de mala gana.
No vaya a creer que yo estoy ebrio. Yo no soy un alcohólico y puedo pasarme varios meses sin tomar una gota de trago. Mientras así hablaba, Román se iba acercando a la puerta de nuestra pieza, mirando de reojo hacia adentro.
¡Qué bueno que sea así! respondió entusiasmada mi madre, creyendo que tendría a uno menos del cual temer, sobretodo, siendo él el más temible. Es tan bueno para la salud el dejar de tomar.
Así no más es pues Jovita. Es pura cuestión de control.
Y Román ya no pudo más y casi impulsando a mi madre hacia un lado, entró a nuestra pieza, se empinó un jarro de vino que se encontraba sobre la mesa del comedor y se lo bebió al seco. Mi madre quedó paralizada, mientras el tipo se alejaba con premura del lugar.
Como en el cuento de los diez perritos, uno a uno, fueron muriendo estos amigos buenos para el alcohol. Primero fue el Calo, luego Román y por último Juancito, todos, víctimas de la cirrosis. Mi padre se salvó de ese cadalso espirituoso, ya que en menos de un año nos cambiamos a nuestra propia casa.
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