El escritor le dijo al pintor: te desafío a que modelemos este jardín con nuestro arte, tú con tu paleta y yo con mis palabras. Veamos quien lo plasma de la manera más vívida posible.
Socarrón, el pintor aceptó el desafío. Presumía que con sus pinceles sería capaz de reproducir una obra que de maestra le faltaría poco, pero que ese desmedro sería una gentileza de su parte para que la derrota de su amigo fuera menos onerosa.
Y pincel y pluma en ristre, ambos se lanzaron a la tarea de darle vida a ese jardín que resplandecía de colores. Ninguno de ellos dejaba de sentir esa molesta comezón de estar copiando algo que también era una copia, ya que según la teoría platónica, estaban dos veces alejados de la forma verdadera. Pero, el escritor perseveraba en palabras que dieran lustre a su relato, elevando a una categoría superior al humilde picaflor que zumbaba casi como un insecto en pos del néctar.
-Entonces yerro y esto será legítimamente mío- pensaba el pintor, aduciendo que si distorsionaba los objetos a su manera, ese desafío desmentiría a Platón. Estaba equivocado, por supuesto, porque esas formas caprichosas lo alejaban aún más del reto. Y no valía la pena equivocarse tanto, para colocarse por lo menos a resguardo de cualquiera suspicacia del poeta, ya que Platón y sus teorías lo tenían sin mayor cuidado.
Y las palabras y las pinceladas parecían hacerse guiños de desprecio, mientras iban apareciendo las formas y los colores del pintor y las oraciones y descripciones del escritor.
Una hora después, un pintor afiebrado y casi fuera de sí, continuaba mezclando en su paleta los colores que trataran de igualar, por lo menos, la dulzura, la profundidad y la brillantez de esas tonalidades que mencionaba el escritor en su narración.
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