Siempre me decía: dame una comuna, ni siquiera una calle de referencia y yo solo, haciendo uso de mis intuiciones, allí llegaré. Y así lo hacía. Tomaba un bus y se internaba por regiones solariegas, preguntando acá, indagando por otro lado, ataba cabos y después de mucho caminar, agotado, pero contento, daba con la numeración exacta y con la persona buscada, que se quedaba con la boca abierta por la sorpresa. Nunca fallaba y los amigos que no lo eran tanto, temblaban ante la súbita aparición de Carlitos delante de su puerta. Muchos pensaban que era un espectro y otros se quedaban mudos ante su increíble sentido de orientación.
-Este tiene que haber sido perro en su otra vida- comentaban maliciosamente, entre corrillos.
Y es que otra característica suya era la de adivinar, si se quiere, el pensamiento de su interlocutor. Y uno se quedaba pasmado al escuchar en la boca suya, palabras que recién se estaban ordenando en nuestra mente. Uno lo quería, pero a la vez colocaba una subjetiva barrera que desactivara o aminorara esas inexplicables dotes suyas. Y se hacía por respeto, por miedo, por cualquier razón que tuviera el feble sustento de la superstición, más que buscando respuestas en la racionalidad.
Y llegando a casas en donde no estaba invitado y adivinando pensamientos que no podían ser acallados por sus interlocutores, se creó una fama respetable que poco tenía que ver con la admiración –salvo por sus dotes humanas, que sí las tenía- sino por un temor sofrenado, pero presente siempre en el pensamiento de los que lo conocieron.
Una cruel enfermedad trizó casi todas sus condiciones, ya nunca más fue el mismo y a los más crédulos les surge la sospecha que alguna entidad desconocida tomó cartas en el asunto y desmembró de un zuácate todas sus virtudes, esas que nos espeluznaban y asombraban. De hecho, fue operado del cerebro en una complicadísima intervención y muchos años después me encontré con este Carlitos un tanto desconocido, agudo siempre en sus réplicas, pero un tanto monotemático para describir los sucesos de su vida. Aun así, supe por una antigua compañera que un día cualquiera, nuestro amigo llegó a su casa, ubicada en los deslindes de la ciudad. Ella casi se murió de la sorpresa, porque hacía años que no lo veía. Y porque, que ella supiese, nunca le hizo saber su domicilio.
Y esta tarde, sin haber razón alguna que pudiera esgrimir, salvo el recordarlo de pronto, traté de averiguar cómo lo estaría pasando, ya que su lugar de residencia se ubica en el sur de nuestro país. Y mi sorpresa fue mayúscula al escribir su nombre: leo que lo velaron el quince del presente mes en una iglesia de San Fernando y que fue sepultado al día siguiente. Esta vez, yo me quedé pasmado, para dar paso luego a una nostalgia grande y a los recuerdos que llegaron uno tras otro, en indisciplinada avalancha.
Carlitos, el único, el amigo, se fue y ahora me quedo pensando entre remembranzas dolorosas de qué manera que pueda explicarse, acudí yo para saber de él, tal si éste fuese un oculto mandato. Concluyo que en su hora póstuma, el que realmente me buscó fue él. Requiescat in pace, amigo Carlitos.
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