Teresa trabajaba desde hacía años en aquella tienda de regalos del centro de la ciudad, tan frecuentada merced a la simpatía y buen hacer de la empleada, que escogía con celo de experta los objetos que habían de figurar en el escaparate.
Hacía muchos años que se había fijado en la figura de un hombre que, puntual, se apostaba ante la luna de la tienda. Ese hombre anónimo ,de mediana edad, ora detenía su mirada en lo que se ofrecía a la venta, ora, y de soslayo, en la dependienta que se ubicaba al otro lado del mostrador.
Un día, transcurridos muchos meses, se atrevió a entrar.
-Buenas tardes. Por favor, ¿podría decirme el precio de la caja de música del escaparate?
-Cincuenta euros-le informó con amabilidad Teresa.
Y sin mediar más palabras , el anónimo cliente salió como escapado de la tienda.
Pasado ese primer encuentro, el misterioso caballero volvió una y otra vez, repitiendo el gesto de contemplar los regalos de la tienda desde la calle y, de reojo, a la tendera. Ello había generado unos sutiles lazos entre la dependienta y el cliente en una historia que parecía detenida en el umbral de los sueños, en un cortejo sin fin.
Teresa, seducida y desconcertada por la actitud del cliente, salió alguna vez a la calle tras él, que nada más verla salió despavorido para chasco de Teresa , que se había encariñado con los ojos de ese silencioso contemplador.
En su hogar, ella había empezado a recibir casi a diario ofrendas florales, los ramos más fragantes de rosas rojas, sus favoritas, sin indicativo de remitente. Llamadas misteriosas aparecían en sus teléfonos, fijo y móvil. Y tras ello, siempre vio el rostro del hombre sin nombre que se apostaba en la tienda de regalos con miedo a entrar.
Texto del 2007 |