Margarita y Teresa eran gemelas y muy , muy seriecitas, mucho más seriecitas de lo que correspondía a su edad.
Naturales de un pueblo de Ávila de pocos vecinos, muy pocos de ellos niños, llegaban al inicio de curso con las manos ajadas de ayudar en las labores del campo.
A su viva inteligencia se sumaba una voluntad de hierro, que las llevaba a dedicar unas cinco horas diarias al estudio, cuando ni tanto les hubiera sido preciso para sacar bachillerato. Como resultado, obtuvieron un expediente brillante
No bien sonaba el timbre por las mañanas, abandonaban las literas a la par, pues todo lo hacían juntas, mientras las demás perezeábamos al abrigo de las mantas.
Antes de comenzar las clases de la mañana, ellas ya habían logrado sacar media hora para el estudio.
Encabezaban siempre la fila para entrar al comedor, a mediodía. Y antes de iniciarse las sesiones de la tarde, se las veía dar vueltas en torno al patio, a veces ya sin libro. El casi imperceptible movimiento de sus labios nos informaba de que estaban repasando.
Y como su alto grado de responsabilidad no les daba tregua, no hacían sino lo mismo al finalizar las clases de la tarde.
No salían a la ciudad los fines de semana, salvo que tuvieran que hacer algunas compras. No tomaban cañas. No salían con chicos. No iban a bailar a las discotecas. No tenían más amigas , si bien se llevaban bien con todo el mundo, pues les caracterizaban sus correctas maneras de campesinas pobres. La única distracción que se permitían era la de frecuentar la sala de televisión, no sin sus libros.
A todas nosotras Margarita y Teresa, esas chiquillas tan prematuramente seriecitas, nos inspiraban un enorme cariño; y lástima, la lástima que inspiran aquellos a los que la miseria no dejó entregarse a los caprichos de la edad del pavo. |