No pudo aguantar más, hasta que fue a ver al detective. Tal cual lo había imaginado, atrás de su escritorio Ramírez era corpulento y respiraba un aire autosuficiente y despectivo. ¿Sería el hombre apropiado? Primero dudó. Hacía falta muchísimo tacto y una minuciosidad al límite para un encargo tan delicado. Una mujer tiene ese sexto sentido, en seguida puede sospechar cuando alguien la persigue con intenciones de retratarla en escenas prohibidas. Pero Ramírez le prometió esas escenas y muchas cosas más. También le pidió una fotografía de Luciana. Y Alfonso se la dio. “Qué curvas”, exclamó Ramírez. Alfonso se quedó mirándolo. “Sr. Alfonso, deje el asunto en mis manos, yo sabré ir desnudándola, digo, sabré ir desnudando esta situación repugnante de infidelidad”. “Claro”, dijo Alfonso, y entonces cerraron el trato.
La primera noche después de esa entrevista, Alfonso se sintió raro. La segunda todavía mucho más. Miró a su mujer en ropa interior y pensó en las posibles fotografías de Ramírez. ¿Qué pruebas ya habría conseguido el detective? ¿Fotografías de Luciana con esa misma ropa interior? Seguro también aparecería la cara desaforada del amante. Pensando en todo eso, en noches siguientes apenas durmió.
Pasaron los días, uno, dos, tres, dos semanas, sin siquiera una sola noticia de Ramírez. Su esposa seguía igual de indiferente o tal vez peor. Pasaba minutos interminables adelante del espejo. Los perfumes importados cada vez le sentaban mejor. En medio de la noche una vez la escuchó decir “ay papito, qué salvaje, así, así, así, Ramírez, así”. Eso ya era demasiado. De un salto estuvo en el baño para llamar a ese despreciable detective Ramírez, pero solamente lo atendió la voz impersonal del contestador. Maldito hijo de puta, te voy a mandar a matar, le dijo.
Y no pudo aguantar más, hasta que fue a ver al sicario…
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