La vida que es flor en ciernes, apresura una avalancha de latidos que se pronuncian con el acero de la persistencia. Emerge de las entrañas maternas el compendio de una existencia que da principio a un ser cuyo misterio se origina mucho más allá de los nueve meses de gestación. Antes de eso, sólo era una noción abstracta, un simple muñón de sueños, improbable realización sin que la esperanza sea compartida.
El pez que emerge en las imágenes comienza a mimetizarse con las miradas y los gestos de sus progenitores. Y en el proceso de crecimiento, surgen las extremidades y los padres, ebrios en su alegría, recurren a sus preferencias para aventurar un patronímico que lo invista como el ser que será, un ser que tendrá algo de mitológico y que quizás se denomine Teseo, acaso Ulises o posiblemente la puja la gane el padre y si el niño es macho, se llamará Alberto y si es hembra, la nombrarán Amelia. Nombres hasta ahora que son como panfletos de papel ondulando frente a una borrasca imprevisible.
Y cumplido el plazo en que terminó de hornearse, el bebé se hace acreedor a conducir su propia odisea y comienza el desembarco anunciado, dejando atrás la tibia noche para ser seducido por las manos doctas de la matrona. Castigado por feroces palmazos, de su garganta surge el grito ancestral, la interjección que bautiza la existencia y el destape bullicioso de las emociones.
Esa noche el padre se embriagará como un creso, mientras la madre ofrece sus pechos a ese bebé insaciable. Después de entonces, la magia se diluirá en banalidades, pero existen algunos que atesoraron un mechón, un trozo de cordón o el primer botín de lana. El milagro de la vida se multiplicará en millones de hogares, pero cada irrupción será única, cada bebé será un astro que llegó desde muy lejos, desde las profundidades de uno de los misterios más fabulosos de la creación.
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