Primero, el interrogatorio:
“¿Es usted alérgico al contraste?” Y me quedo divagando un par de segundos para darle una vuelta a la pregunta. Y pienso: la pobreza y la opulencia, la esclavitud y la soberana libertad. Respondo que sí.
Y la voz despersonalizada de la funcionaria que me responde:
“Entonces no se va a poder hacer la resonancia.”
Y entro en vereda, borro de mi mente esas ideas que me surgieron y aclaro:
“¡Noo! No tengo ningún tipo de alergia. Salvo a las injusticias.
La mujer hace como que no me escucha y prosigue:
“¿Alguna enfermedad? ¿Diabetes, cáncer, insuficiencia renal crónica?
“No, ninguna de ellas.”
“Tiene usted alojado en su cuerpo un marcapasos o algún objeto metálico? ¿Ha recibido una bala que se le haya quedado dentro?” Imaginé que me preguntaría si era pariente del Chapo Guzmán y por inercia, respondí que no. (No soy pariente de ningún traficante o mafioso y no tengo que andar ocultándome con nombres supuestos. Bueno, Gui, Guidos, pero nada más).
Bien, entonces se va a cambiar de ropa e iremos al procedimiento.
Me mandaron a una salita para que me quitara mis vestimentas, quedando sólo con una de esas batitas exiguas que uno siempre ve colocadas sobre los demás, pero que jura que nunca se las va a colocar. Pues, a no jurar en vano que siempre llega la hora. Y como ya estoy listo y preparado para el vejamen, camino enhiesto y procurando blindarme con una pizca de orgullo. Pero no puedo evitar darme cuenta que una niña entradita en carnes reprime un atisbo de risa. Allí mismo esa pizca mal parada de orgullo rueda por las asépticas baldosas y no me queda más que entregarme a las circunstancias.
Acostado en una especie de camilla y arropado con unas frazadas, tal si fuera a hacer un tour por Siberia, inmovilizada y sujeta mi cabeza con unas piezas, que me permiten poner en duda lo que significa la esencia de la libertad, cierro mis ojos, olvidando ese cielo azul ribeteado de verdes hojas y que es sólo una fotografía gigante y luminosa que se coloca allí para apaciguar los miedos que surgen en circunstancias como esta.
“Si siente claustrofobia, toque esta alarma.” La niña pone cerca de mi mano derecha una bolita de goma. Si he esperado tanto por esta resonancia, mal podría yo argüir fobias de cualquier tipo. No sufro con el encierro, al contrario, imagino cosas, pienso que estoy a salvo de una debacle universal, que mis atacantes nunca me verán acá escondido y en fin, miles de otras divagaciones que seguramente también cruzarán por la cabeza de los que estarán o han estado en el mismo lugar en que yo estoy ahora.
De pronto, me sumergen en una especie de bóveda y allí me quedo, quieto como una momia, casi sin respirar para que todo funcione bien.
Y comienzan a repercutir unos sonidos raros, algo así como la enésima secuela de La Guerra de las Galaxias. Imagino a Obi-Wan Kenobi trenzándose a mandobles de espadas laser con Darth Vader, Nunca creo haber visto esas películas así que no sé quién es el malo y quién es el bueno. Lo que es más peligroso todavía. Y los sonidos decrecen y surge luego una tregua. Después, regresa el sonido e imagino a Yoda tratando de encandilar a la princesa Leia. Si él puede, cualquiera. Su verso es sustancioso.
Transcurridos cuarenta y tantos minutos, la resonancia termina, el catafalco es impulsado hacia afuera y aparece la auxiliar, indicándome que todo ha terminado. Me liberan de las ataduras y quedo allí, sentado y relajado, con esa especie de enagüita bastarda que se sabe ajena a mi cuerpo. En un gesto que no me explico, me percato que mis piernas están un tanto descubiertas y con pudor bajo la falda. Es un gesto muy femenino, creo yo, pero uno no anda mostrándose semidesnudo en cualquier parte.
Vestido y aliviado, quedo satisfecho con esta fue una nueva aventura y con una nueva experiencia.
Sólo sé que el Ello, el Yo y el superyó de ningún modo permitirán ser fotografiados en este procedimiento, porque todavía no se crea un sofisticado aparato que nos desnude el alma.
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