marzo de 2016
La Fábrica
(una historia real)
Era una fábrica muy antigua. Lo delataban los arcos de ladrillos a la vista en puertas y ventanas. Los empleados más ancianos decían que era de antes del ´900, que la había construido la Siemens, no bien llegó al país. No supe como terminó en manos de Fabricaciones Militares. Todo era añoso. Las salas eléctricas destilaban ese olor característico que hoy huelo en viejas veredas de Buenos Aires, frente a otras fábricas, de la época, con iguales aparatos.
Los generadores eléctricos que por mediados del Siglo XX alimentaban toda la fábrica, con la moderna Fuerza Motriz tan superior al ya noble vapor, estaban en el corazón de la fábrica: La Usina. Tenía tres motores diesel, de la Deutz. Decían los operadores del sector que eran viejos motores de submarinos. Para arrancar tenían los botellones de aire comprimido, a presiones que podrían hacer volar toda la manzana. Tenían el alto de un hombre. Nunca supe porqué siempre eran enterrados hasta la mitad en el rajado contra piso aun reluciente, gracias a restos de aserrín y kerosen mezclado con el gas oil de las infinitas pérdidas. Eran muy diestros los operadores de azules mamelucos, para arrancar los motores que debían mantener muy a punto porque el aire solo alcanzaba para una media vuelta del cigüeñal y si fallaban con el disparo, debían esperar doce horas para que el pequeño compresor cargara el cilindro nuevamente, lentamente, alimentado de las baterías suecas en cubas de vidrio, que dejaban traslucir el nivel del líquido en el interior.
En lo alto, dominaba la oficina del Tano, el supervisor, toda de madera, aun lustrosa pese a décadas de no oler una mano de barniz. El tano se hacía el malo, la iba de milico pero no le salía. Siempre fue un mal actor y se le escapaba, por la derecha de la boca, la sonrisa mal disimulada bajo el bigote entre cano, cortado justo a la altura de la comisura, al estilo militar. El tano Esperanza, que la había perdido hacía tanto pero, aun, conservaba el buen humor mientras cebaba unos buenos espumosos en el jarrito enlozado, negro y con salpicaduras blancas.
El era el responsable de la puesta en paralelo de los generadores de la Usina con la red eléctrica de la calle, de la Ítalo. Eran más de cien metros de distancia entre los tableros de la calle y la Usina y los jandis no andaban. La señal tenía que ser rápida y precisa. Todos la conocían, yo no les creía, hasta que un día presencié la maniobra. Yo estaba en la Usina, el tano en la calle, apenas lo reconocía por el bigote. Llegó el momento, se olía la tensión en el aire. El tano, a sabiendas de la solemnidad del momento, flexionó un poco las rodillas, se puso la derecha sobre los genitales y pegó un tirón seco hacia arriba y adentro. Tembló el piso. Los tres generadores rugiendo a máxima potencia. La maniobra había sido un éxito, como siempre y, a una cuadra, relució la blanca dentadura del Tano.
m.f.l.
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