10/04/2016
La Máquina de la Juventud
Una historia real y auto biográfica
Cada vez se acentúa más mi problema. Ya casi no sé cómo hacer para que los demás no se den cuenta de que no soy como ellos. Al principio pensé que estaba loco. Hubiera sido mucho más fácil esconderlo en medio de la locura colectiva. Poco tiempo después me di cuenta de que no era ese el problema sino uno mucho más complejo, más extraño. Por eso el error del diagnóstico inicial. El primer síntoma fue un marcado envejecimiento. Ya a los 45 años de vida me daban 10 más. No se equivocaban, el espejo lo confirmaba. Fue un remisero el que me alertó, mis conocidos jamás lo mencionaron seguramente por esa superficial relación que aparenta conectar a los insípidos seres humanos del siglo XXI. A diferencia de Dorian Gray yo envejezco por fuera y mantengo la juventud por dentro. Es una juventud pluriedad. Casi en un rasgo esquizofrénico, tomo la edad de las personas con las que estoy. Pero lo del mes pasado fue demasiado. Si sigo así van a descubrir mi enfermedad. En una vieja estación ferroviaria tomé una zorrita y empecé a andar en ella como si fuera una patineta. Para colmo, lo filmaron y lo subieron a las redes sociales. Millones lo llevan visto, tanto que uno de los que lo vio, de un lejano ferro club, donó un motor y hoy... ya no puedo andar más en patineta. Esto podría explicar el inexplicable rechazo que genero en los demás. Nadie soporta envejecer. Odian la juventud. Cada vez más, cuanto más envejecen, y no lo puede evitar el maquillaje ni los autos costosos. Inevitablemente van a convertirse en polvo. Algunos, se van convirtiendo en polvo mientras viven (jamás olvidaré los últimos meses que pasé viviendo con papá hacia el final de su vida cuando todas las noches barría la casa juntando su propio polvo. 21 gramos pesa el alma. 100 gramos juntaba cada noche de la piel que se le deshacía y se le caía).
Otra diferencia con Dorian es que yo nunca firmé un contrato con el diablo. ¿Acaso será que Dios regala los dones? Consciente de mi enfermedad casi puedo detectar a otros que la padecen, gente anciana. Es fácil reconocerlos. Hay dos caminos, el más fácil es la sonrisa, no importa que no tengan dientes. Casi todos pueden identificar cuando una sonrisa viene del corazón. El otro camino es más difícil pero son los ojos los que llevan al alma. Ellos están fuera del alcance del cerebro y no los puede dominar. La hipocresía no puede torcer la mirada, se la reconoce como un blancuzco velo que ciega el camino de entrada al alma a los demás y, llega un punto que ya no dejan ver a la persona. Cuando la persona voluntariamente empieza a falsear lo que ve, cuando llega a su cerebro, empieza a rumiar y magullar el nervio que conecta el cerebro con el corazón y pasa por la boca, finalmente, en los peores casos, llegan a cortarlo.
Al igual que Dorian fui quedándome solo y perdiendo, uno a uno, a todos mis amigos, a medida que se profundizaban las diferencias de edad. Bueno, a todos no, aun conservo a aquellos que padecen mi enfermedad, a los que conozco y a los que aun busco, cada día, es fácil reconocerlos. Casi todos los niños se salvan.
Los otros días se me puso la piel de gallina, en la heladería de la esquina de Bernal. Desde adentro miraba hacia afuera a la niña sentada en el banco. No me animé a sonreírle. Soy un cobarde pero, los adultos no lo saben: los niños ven las almas y los fantasmas, que son los que luego los atormentan en las noches, trocándoles los sueños en pesadillas. Me sonrió de oreja a oreja, le quiñé un ojo. Soy demasiado tímido. Me hice el distraído y me di vuelta. No pasaron unos segundos y siento el choque. Había venido corriendo a abrazarse a mi pierna. El papá, que estaba al lado, se empezó a reír por la confusión de la hija. Yo me empecé a reír con él porque sabía que él no sabía lo que en realidad pasaba y la niña reía. Los tres festejábamos. Ese día: ganamos 2 a 1.
El desafío hoy es la búsqueda. Desde hace siglos buscan la fuente de la eterna juventud. Nunca la encontrarán porque no saben que existe, pero, no es como ellos piensan. La eterna juventud existe, pero es del alma. La ven, casi a diario, y no la reconocen.
Mi abuelo era uno de ellos, pese al afilado bigote, pese a la pinchuda barba que te hacía picar toda la mejilla en cada beso, pese a los pelos negros que le salían de las orejas, pese a que sufría la mitad de su vida por el zumbido de los oídos que le apagaba el cerebro, pese a la morfina que obligadamente le calmaba los dolores del final, y le calmaba la vida, pese a que lo perdí, a eso de los doce, jamás olvidaré sus historias. El nos contó que era real la historia del hombre sin cabeza, cuando se la cortó a aquella gallina que se fue corriendo, echando chorros de sangre por el cuello abierto y manchando todo el patio. Bueno, ese día no nos reímos pero, que el hombre sin cabeza existía, existía. Fue él el que cumplió su promesa con los cinco nietos y, a medida que fuimos alcanzando la altura de la ventana, nos fue regalando las bicicletas. No importa que al poco tiempo me la robaran. El me había enseñado que la máquina de volar existía, y yo lo sé. El aprendió mucho de los secretos que sabía, mirando por el telescopio, en las estrellas allá en el Observatorio de La Plata (1).
El desafío hoy es la búsqueda del antídoto, no de la máquina, la máquina existe. Necesitamos encontrar el antídoto contra la hipocresía pero, no soy médico y no sé si lo que necesitamos es un antídoto o una vacuna. Son diferentes caminos, si la solución fuera una vacuna habría que inyectarles pequeñas dosis de hipocresía y rezar, para que el cuerpo genere los anticuerpos pero, como la rabia, si la enfermedad ya está declarada, no hay salvación. Veo enfermarse, uno a uno a mis amigos, a mis familiares y sigo sin poder hallar el antídoto. Quizás, buscando tras las huellas que nos dejara Darwin, quizás. Porque la raza humana viene evolucionando, quizás se extingan las ramificaciones que han tomado los caminos de la hipocresía y los del feroz individualismo pero, eso, no solo llevaría miles de años sino que irán directo a la perdición millones de seres humanos. Que duro el precio de la libertad regalada por Dios al ser humano. Solo unos pocos sabrán usarla para elegir el camino correcto, de la aparente vejez, la aparente pobreza y el aparente fracaso en la vida, como así también, la aparente soledad. Si fuera cierto lo del evangelio, hasta el último de sus amigos lo abandonó, sus enemigos lo mataron y atravesó la estrecha puerta para luego, ver las cosas con otros ojos:
los ojos de la eterna juventud
m.f.l.
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