Mirar caras.
Si se mira la esencia de las cosas y se hacen resúmenes de las situaciones, he de señalar que, aparte de subir y bajar escaleras, en el internado nos hartamos de mirar caras. Por donde ibas te encontrabas con caras que pasaban inmediatamente a tu retina. Y no me refiero, ya, a las más domésticas de tu colegio, sino a las del resto, a las de los cuatro mil ochocientos alumnos que quedaban.
Dentro de este capítulo de mirar caras había divisiones y subdivisiones. Empezaba por la de los miembros de tu habitación y terminaba por las de los alumnos de los colegios más remotos. Entre medias había un capítulo intermedio- valga la redundancia- compuesto por miembros del aula- cuarenta y cinco-, resto de colegio- ciento cincuenta-, colegios aledaños- mil doscientos en total por residencia.
El caso, y fuera de estas consideraciones numéricas, era que te pasabas el día con el entretenimiento fisonómico de reconocer gentes- totalmente extrañas o menos- que acertaban a coincidir en tu camino de frente y de costado. Buen entrenamiento para un policía futuro, o para un simple aficionado a menesteres identificatorios. El caso es que al final de los tres años de estancia en el colegio habías ampliado los horizontes en esta materia sobremanera. Con la bondad característica de la infancia habías establecido relaciones- más profundas, o bien superficiales- con más de mil personas entre adultos y menores. En definitiva, que se había instado en cada cual un ingrediente básico de la socialización de la persona como era este de reconocerse y reconocer a los otros.
Durante el último año hubo por allí también féminas, pero me consta que para ellas- mayores en edad: eran alumnas de bachillerato- las nuestras- caras- habrían de pasar bastante desapercibidas; para las que, me daba la impresión, nosotros, o muchos de nosotros, no éramos más que niños en pantalones largos.
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