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Me jubilé hace cinco años a la edad reglamentaria, ni un día antes ni uno después. Como mi mujer ya falleció y los críos volaron del nido hacia otros países, decidí trasladarme a una vivienda más pequeña, ajustada a mis necesidades actuales. Vendí el piso que habité más de treinta años y repartí el dinero entre mis hijos. Yo me quedé con unos pocos ahorros.

Alquilé una habitación de unos veinticinco metros cuadrados distribuidos en una pieza central con armario unipersonal empotrado, suficiente para para meter una par de prendas de cada clase (calzoncillos boxers, calcetines, camisas...); una cama; una pequeña mesita de noche con una lamparita y una minúscula mesa, con su silla, para colocar el ordenador. Me sobra y basta con ello. El pequeño cuarto de baño está dotado de una ducha con una una banqueta blanca de plástico y un armarito con un pequeño espejo encima del lavabo que apenas utilizo porque decidí cortarme el pelo al cero y ya no me crece la barba. Así no tengo ni que peinarme ni afeitarme.¡Todo un gustazo! Reconozco que el retrete es algo ajustado pues al sentarme mis rodillas chocan con la pared alicatada de color amarillo-huevo. El hecho de que la única ventana dé a un patio interior no sólo no me molesta sino que me agrada pues me ayuda a no distraerme durante mis lecturas.

También he comprado un microondas por si necesito calentarme algún vaso de leche a media noche para tomarme un ibuprofeno o un somnífero.

Del antiguo piso me llevé lo estrictamente necesario: los cinco libros que leo y releo; varias máquinas de fotos ya desfasadas y una caja de cartón con diversas facturas, fotografías y esas cosas que suelen conservarse por si algún día te sirven para algo, lo que no suele suceder nunca, o demasiado tarde. Este material lo conservo en un par de bolsas de plástico debajo de la cama.

El resto de objetos, que eran bastantes por mera acumulación temporal, los fui arrojando poco a poco a los contenedores si bien procuraba entregar la ropa y zapatos a esos señores y señoras que van con una bicicleta y su pequeño remolque hurgando en dónde su intuición y práctica le indican.

A la salida de mi nuevo hogar hay un pequeño bar-restaurante con menús bien ajustados y unos bollitos de leche que, junto con el café, es mi desayuno habitual.

Me siento liberado, los vecinos son más o menos amables y algunas vecinas aún no están de mal ver. No me arrepiento del cambio. El pequeño cubículo es fácil de limpiar y ordenar y no me causa problemas. Además, con una frecuencia quincenal, una señora de la limpieza muy simpática, repasa con más profundidad. Por las tardes salgo a dar un pequeño paseo de media hora para estirar las piernas y disparar algunas fotografías a las palomas y otros pajaritos que luego retoco en el ordenador. A veces me saluda alguien de quien no tengo el más mínimo recuerdo o es muy borroso.Yo le respondo con efusividad e incluso intercambiamos frases genéricas y nada comprometedoras para no delatar nuestra falta de memoria. Me encanta la rutina y me refugio en el pasado, sea cierto o inventado, normalmente esto último. En fin, una vida sencilla, cómoda, agradable y suficiente para los pocos años que me quedan de vida. Lo malo es que el precio de esta Residencia de Ancianos es algo elevado, pero creo que mis reservas me permitirán pagar todas las mensualidades.

El día de Reyes mis dos hijos me regalaron un andador, lo que agradezco mucho ya que el dolor de lumbago no acaba de irse.

Texto agregado el 15-01-2017, y leído por 112 visitantes. (0 votos)


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