El alfeñique de mi abuelo era hijo único de una acaudalada familia de terratenientes del sur. Mi abuela se casó con él por conveniencias, algo usual en aquellos tiempos, cuando la enfermedad de su padre la llevó a la ruina y a la diáspora de la emigración a sus hermanos, menos afortunados.
El petimetre solo tuvo dos habilidades: hacer hijos y jugar a cartas, embutido en su traje de falangista, en el casino del lugar, donde pasaban las tardes cantando las cuarenta y hablando de toros, de política, de fútbol, de mujeres y de los cotilleos locales.
Murió muy joven, a los treinta y tres años, aquejado de unas fiebres reumáticas, que lo tuvieron en cama bastante tiempo y desde donde oía a su madre informar a quien se interesaba por su salud.
-Está muy malito. No sale de esta- decía, ruda, sin un ápice de piedad.
Y así fue. Falleció a la edad de Cristo sin testar dejando a mi abuela con cinco vástagos varones (el mayor de los cuales contaba con diez años de edad y el menor, con meses) y a merced de su suegra, que la tiranizó.
-Vivíamos bajo el mismo techo y mi suegra, temerosa de que yo , tan joven, me volviera a casar, hizo testamento en favor de sus nietos, que ,a la mayoría de edad, reclamaron su parte de la herencia, dejándome a mí casi pilonga- nos contaba mi abuela sin un deje de acritud, pero con la tristeza de los vapuleados por la vida.
-¿Por qué la aguantaste tanto a la bisabuela?-le preguntábamos los nietos.
-Por mis hijos. Quería asegurarles el sustento. La herencia pendía de un hilo.
Conocimos al flojo de mi abuelo a través de los relatos de mi abuela. No había nunca en sus palabras rencor pero sí la nostalgia por otros amores que no fructificaron por la dureza de los años y por la dictadura de la suegra. |