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Contemplar su aspecto distraído y esos ojos suyos absortos en cualquier rincón, clavaban una incógnita en el corazón de quienes no lo conocían. Por de pronto, deducían que estaban frente a un chico raro. Pero ese apellido que le colocaban con tanta ligereza, era sólo un vocablo a tientas que no definía nada. Joaquín era un muchacho delgaducho que vestía siempre su uniforme de colegio. No hablaba casi nada y sólo parecía habitar un mundo paralelo, circundado por fantasías que no se correspondían con el mundo real. En el colegio nunca fue una lumbrera y esas materias engorrosas que se dictaban, casi nunca encontraron el camino hacia su entendimiento, que estaba ocupado en asuntos que sí eran más importantes y sobre todo más fascinantes para él.

Y se concentraba en el loco vuelo de una mariposa que se había filtrado a la clase y los aspectos de la personalidad de Napoleón se traducían en palabras huecas que se escurrían por los muros de la sala e iban a parar sin remedio ese jardín descuidado que Joaquín visualizaba tras los vidrios de una ventana. El muchacho, tan ajeno a la clase de historia que impartía la señorita Frías, dibujaba en su cuaderno una mariposa parecida a la que sobrevolaba sobre su cabeza y la bautizó como Waterloo, que fue una palabra que tuvo la virtud de dibujarse en su mente sólo por lo exótico de su sonido. Y por lo mismo, cuando la profesora le preguntó qué significaba la batalla de Waterloo, sólo pensó en esa mariposita coloreada que no se merecía esa nota negativa que le estamparon en su cuaderno.

Y así, en todas las materias Joaquín era una pequeña nave a la deriva. Descubrió entonces su interés por la poesía y le escribió a las rosas, a las nubes, a esa chica de ojos grandes y a todo lo que le provocaba un gusto estético. Y las buganvilias se mezclaban con la raíz cuadrada de ocho, los gorriones sobrevolaban los adverbios y las oraciones de sus versos y una vez más, Napoleón sucumbía en un barquito de papel. Así estaba estructurada la mente del muchacho y a regañadientes y robando conocimientos de sus compañeros, logró superar los cursos de primaria.

Pero, no era un muchacho feliz como sus despreocupados pares, que corrían felices tras un balón de cuero. La aparente desidia de sus primeros años ahora se estaba tiñendo de una gris melancolía, que se expresaba en sus ojos inundados por feraces lágrimas. No era una dolencia que se incrustara en sus huesos o en su carne, sino que se refería a una tristeza que le empavonaba los días, un dolor existencial sin tener claro por qué. Sus padres jamás entendieron su congoja y sólo lo obligaban a imitar el vuelo neurálgico de sus compañeros, cosa que a él no lo atraía para nada.

Transcurrieron los años y Joaquín arrastró durante todo ese tiempo su dolor oculto. Nunca prosperó en nada porque tampoco tenía un objetivo claro tras esos nubarrones de su alma. Tampoco le importaron los motes con que lo bautizaron, porque no se consideraba parte de aquello. Y su existencia sólo fue un angustioso reptar en busca de nada, porque presumía precisamente que nada había tras todas las apariencias de este mundo. Pero conoció a Camila y ella, sin ser hada ni maestra diplomada en el arte de la vida, le fue abriendo ventanitas sencillas en su alma descorazonada. Y el loco, como todos le llamaban, vio por fin delante de sus ojos los colores tibios de la esperanza. Y poco a poco se fue levantando para limpiarse sus heridas invisibles y como dicen que el amor es un renacer y una promesa, él trató por todos los medios de dejar atrás su oscuro pasado. Aprendió por fin a quererse a sí mismo, con sus particularidades y desaciertos.

Joaquín y Camila se casaron y todo cambió para ese hombre. Tenía claro que no fue Camila la que le enseñó a vivir, sino las fuerzas larvadas de su ser que se rebelaron para por lo menos transformarlo en un hombre como todos. Lo que era un premio de consuelo, comparado con la soledad en que se desenvolvió por años.

Y cuando la señora Berta, la mujer que siempre lo miró con ojos sospechosos, le preguntó maliciosamente, delante de todos:
“Tú estuviste en tratamiento en el instituto de sicología, ¿no es verdad?” Joaquín le respondió con una claridad y sencillez, de la que incluso él se sorprendió: “Sí, estuve allí y no conseguí nada por supuesto, porque mi carácter nunca estuvo enfermo ni retorcido, sólo era un ser diferente, como lo es usted, como lo son todas estas personas que sonríen con cierta sorna”. Y la vieja, tocada en su perversa trampa, sólo se escudó detrás de un vaso de vino y los demás, algo acholados, no les quedó más que hacer un brindis por él.

















Texto agregado el 13-01-2017, y leído por 239 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
15-01-2017 Que bueno Guidos. La historia no deja de ser habitual en la literatura. pero tu, sin embargo, tienes algo especial: que la narras de una manera límpida y luminosa. Hay mucha calidad, hay mucha delicadez y originalidad en tu prosa. Te felicito. 5* BarImperio
14-01-2017 1. Poesía de altura tiene tu prosa para plasmar las características de esos seres diferentes; y son diferentes a los patrones normales porque tienen el don de captar la vida como tal vez sea, y no como nos empeñamos en verla. Y sí, los seres como Joaquín sólo necesitan hadas que les abran las ventanitas sencillas que mencionas. SOFIAMA
14-01-2017 2. Siempre habrá seres como Camila y como la señora Berta. Lo importante es como tú dices: que cada cual tome consciencia de la fuerza intrínseca de su Real SER interior. Magistral historia, narrada con la fuerza de un ser que sabe observar la vida, capturarla y plasmarla. ¡Bravo! Excelencia total. ¡Qué placer leer algo tan bien contado! Un full abrazo de admiración, cariño y respeto. SOFIAMA
14-01-2017 Qué maravilla de texto, me encantó. Los diferentes son los que embellecen el mundo, la vida, los rebeldes que no son de la manada. Bravo. ***** MujerDiosa
13-01-2017 Me gustó tu manera de llevar el texto, que es directa y sin pretensiones de impresionar, será por eso que disfruté al leerlo. vaya_vaya_las_palabras
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