¿Gira la tierra para darnos a todos nosotros la oportunidad de gozar los días y las noches? Por supuesto que no es así, nuestra esfera sólo realiza su danza astral, replicada por todos los astros, planetas y satélites que conocemos a simple vista y del mismo modo que lo hace una megamillonaria cantidad de luminarias sólo dentro del universo conocido. Lo demás es simple retórica.
¿Le importa a la tierra que mientras un hemisferio se caldea y se incinera con el perihelio, el otro sólo sea un castañeteo de dientes por culpa del afelio? Por supuesto que no. Son los hombres, los que más la fustigan, hieren y desaprovechan, los que también la enrostran, atribuyéndole características de una madre desnaturalizada, cuando ella en su génesis sólo fue un montón de polvo que se metamorfoseó con la paciencia de las esferas, sin pedirle favores a nadie y estando libre de ofrecer retribuciones alegóricas. Si fuese mala madre, por supuesto que ya nos habría arrojado a todos a las oscuridades del universo, pero como no es ni maternal ni amigable ni perversa, continúa siendo una esfera sólo consecuente con sus ciclos, aunque haya sido intervenida por estas hordas de hormigas que presumen de ser inteligentes.
¿Es consciente nuestro planeta de la existencia de miles y miles de millones de personas que la trajinan día a día, que la vulneran, que la agujerean y explotan buscando siempre nuevas riquezas desde el fondo de sus entrañas? Es indudable que no, aunque creamos que ella se solaza intrigando en contra nuestra, rebelándose y convulsionándose como perro con parásitos y ocasionándose destrozos de innumerable cuantía, o vomite fuego desde su insondable garganta para, en apariencia, dejar en evidencia la furia de su ser. La tierra no derramó ninguna lágrima tras la desaparición de los dinosaurios y simplemente continuó desarrollándose, hasta que un día se transformó en la fuente propicia para que se estableciera la vida como la conocemos ahora. No somos sus hijos, sino el producto de una casualidad que encontró terreno fértil para proyectarse tal como una cometa se eleva en cuanto surge una brisa de viento. Una casualidad a la que le fue propicia la atmósfera para que sus pulmones se desarrollaran a sus anchas, que la temperatura fuese igual a una caricia en la epidermis y que la flora fuese la vestimenta adecuada para que después pudiese formarse un hogar. Pero no supongamos un gesto de cordialidad en una simple ecuación que dio por resultado la vida.
¿Rodará siquiera una lágrima de las cuencas deshabitadas de la tierra si alguna catástrofe inusitada la despuebla de nosotros, inefables parásitos? Es probable que después de la convulsión de sus entrañas, ella prosiga recorriendo en puntillas su órbita a través del sol. Y esas puntillas no serán una señal de reconocimiento, sino una respiración de suyo ancestral, pues luego de deshacerse de lo que posiblemente consideró siempre una plaga, ahora ya no podrá alterarla hasta que el final de su ciclo y de su era la transforme en lo mismo que la originó.
¿Cabe Dios en todo esto? Cuando no exista ningún hombre sobre la faz de la tierra, poco va a importar.
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