Temporada en baja
Aquel verano la cosa pinto fulera desde un principio. En todos los aspectos. Ya me había gastado los ahorros y no salía ningún trabajo respetable. El tiempo me hizo desistir de la idea de encontrar uno bien pago, de pocas horas y rodeado de lindas mujeres. Barman en algún cocotero de la playa o Instructor de surf, había soñado mientras preparaba el viaje, pero quiso el destino que las ventosas costas del lugar elegido no tuvieran bares en la playa y que yo nunca aprendiera a nadar.
El sexo no venía mucho mejor. Más temprano que tarde me daría cuenta que lo único de la temporada serian aquellos besos que le robé a la Peppa Pig, cuando acepté, por unos pocos pesos diarios, ser el Mickey en “El Expreso de la Costa”, un inmundo trencito con pocas luces y mucho humo, causado por un motor a punto de fundirse, que recorría las calles de Aguas Bravas.
El trabajo era sencillo. Una vuelta en el trencito tratando de caerle en gracia a los pibes para que se saquen la foto. Párrafo aparte merecía la fotógrafa, una verdadera profesional capaz de hacer de esos muñecos sin gracia y niños llorones un retrato más o menos digo. Sacaba todas las fotos que podía en tres o cuatro minutos, bajaba del tren, las imprimía y volvía a subir con el tiempo justo para venderlas antes de terminar el recorrido. Mientras nosotros, con Peppa Pig y un Hombre Araña bastante flacucho y desteñido hacíamos lo que podíamos al ritmo de un reggaetón desubicado. En la otra vuelta subían Minnie, Sportacus y la Pantera Rosa y nosotros deambulábamos por la plaza invitando a los niños a subir al tren.
A los pocos días descubrí que Peppa Pig escondía entre las ramas de un pino un petaca de ponche que iba degustando entre vuelta y vuelta. Me acerque y le ofrecí un cigarro. En los veinte minutos que tardo en volver el trencito fumamos, bebimos ponche y nos besamos apasionadamente.
Enseguida descubrí también que Peppa Pig era la esposa del dueño del tren. Un gordo desalineado que, disfrazado del ogro Shrek manejaba aquella locomotora que apestaba a gas oil, y la madre del gordo era la vieja que atendía la boletería. Como yo no quería problemas decidí no visitar más a Peppa Pig debajo del pino.
Una noche fresca, cuando el tren daba las últimas vueltas, la vieja quiso ir al baño de apuro y al único que encontró cerca fue a mí. Me pidió que la cubra un par de minutos en la boletería. Acepté con gusto, me sentía orgulloso, de golpe era algo más que el flaco que todas las noches se ponía ese horrible traje de Mickey que apestaba de olor a humo y transpiración. Ahora era el encargado del trencito. Cortaba boletos y daba el vuelto con la mejor sonrisa de Mickey que tenia.
Cuando vi el trencito doblar en la esquina, vi a Shrek dando volantazos para mantenerlo derecho. Vi a la Pantera Rosa y a Minnie festejando con palmas y movimientos desganados, las últimas acrobacias truncas de Sportacus. Vi a Peppa Pig que salía de entre los arboles poniéndose la cabeza. Vi a la vieja que venía apurando el tranco, cada vez más chueco, desde la zona de los baños. Varios chicos mal educados se arremolinaban cerca de la boletería para obtener los últimos pasajes.
No lo dudé. Agarré la caja registradora con toda la recaudación de la jornada y corrí lo más rápido que los zapatones de Mickey me permitían. El golpe fue prefecto. Peppa Pig y la vieja estaban en falta así que tardaron hasta la última vuelta en confesarle a Shrek lo sucedido. Ya no pudieron encontrarme.
Solo me detuve un minuto en una zona oscura a cuatro y cinco cuadras para recuperar el aliento y me dirigí a la avenida para subir a un taxi. Fui directo a la zona del puerto. Entré a un restaurant de medio pelo y pedí camarones con un vino blanco del bueno y postre abundante. Fui generoso con la propina.
Caminé las diez cuadras que me separaban del pub en la zona más acomodada de la ciudad y entre dispuesto a disfrutar lo que quedaba del botín. Gasté casi todo el dinero en tragos y antes de irme deje paga una vuelta de champagne a todos los amigos ocasionales de esa noche. Intenté probar suerte en el bingo pero no me dejaron entrar diciendo que estaba demasiado borracho. Le tiré con la registradora al vigilante de la puerta y Salí corriendo.
A las cuatro de la mañana me agarró la policía mientras meaba contra una planta de aquel coqueto caserío. Al parecer una vieja cogotuda había denunciado, algunas cuadras arriba, que un tipo disfrazado de Mickey corría por la calle gritando que Shrek era un cornudo y Peppa Pig una atorranta.
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