Tendría dos añitos la primera vez que pinté las paredes de mi casa.
Mi madre me reprendió pero no muy severamente, quizá por lo que yo le contesté.
- No se pinta en las paredes. Para eso están los folios.
- Mami, como en Barrio Sésamo. El otro día vi una pintada en un muro.
Y mi madre sonrió.
La segunda vez que lo hice ya fue más dura pero sus nervios se desataron a la tercera.
Me habían acostado la siesta. Era verano. Habían reformado recientemente la casa del pueblo. Cuando mi madre subió a mi cuarto a despertarme para irnos al río, tropezó con tremendo mural en la pared recién pintada de al lado de la cama.
Aún recuerdo su cara de asombro y sus gritos. Bajó como una exhalación a buscar a mi padre quien , salomónico, dictaminó:
- Toda la tarde castigada sin salir de tu habitación. Hoy no hay río.
A la vista estaba que a mi madre le pareció un castigo excesivo dada mi corta edad; pero no quiso desautorizarlo. Se limitó a asentir, contrariada.
Lo cierto es que desde aquel día, cuentan en casa, no volví a pintar sino en mis cuadernos. Fue el fin de mis días de artista rupestre.