Balzac, mojado, gozaba desnudo en un caldarium ajeno a las gentes. A su lado, junto a dos caídos bigotes, descansaba la figura serena de un escritor periodista. Henri de Latouche era su nombre. Impasibles, contemplaron la llegada de dos esperados visitantes. En el tiempo del saludo, emergió de los fondos la anciana figura de una sirena, que en un pasado imaginario fue hombre. Lorenzo, cortés, prolongó la salutación a la repentina aparecida:
-¡Buenos días monsieur Sand!
-¡Baronesa de Dudevant mi querido Lorenzo! –replicó la marchita sirena en su lento nadar hacia los cuatro creadores- ¡Baronesa de Dudevant!
Lorenzo sonrió, aceptando la recalcitrante rectificación en la complicidad de una penetrante mirada. Gustoso en el insinuado silencio, Balzac esbozó los trazos de unas evocadoras palabras. Plasmadas, el humedecido cuaderno de notas reocupó su lugar sobre el mármol. En su flanco posó un viejo lápiz desgastado.
-¿Escribe? –se interesó en la evidencia el hombre que le otorgó la riqueza.
-Recuerdo –respondió lacónico el pequeño escritor del Loira.
-¿El pasado?
-Las visiones de la noche.
-¿Visiones de borrachos?
-Forman parte de ella -asintió acariciando el castaño de su despeinada cabellera.
-¿Escritores?
-Entre otros... ¿Piensa bañarse? –preguntó señalando con su brazo carnoso el vaporoso elemento al ver como la voz termal de las aguas atraía de nuevo la presencia de la baronesa.
Su placentero cántico fue aceptado por ésta. La historia que vendría, era una historia repetida que el cielo conocía.
-Pienso en Michelangelo. ¿Pensaremos juntos?
Balzac limitó la respuesta de su expresión a una reflexiva sonrisa.
-¿Dónde está? –preguntó Lorenzo.
-Junto a su secreto.
-¿Cerca? –insistió.
-A una noche de distancia.
-Necesito verle.
-Lo sé.
Ambos callaron en una mirada de silencio. En el agua los juegos de vieja sirena salpicaron a Lorenzo.
-Hábleme de él –pidió ansioso-. De su secreto.
-Si lo hiciera, dejaría de serlo.
-¿Hablaría por riqueza?
-¿Cuánta riqueza?
-Tanta como la que hasta ahora recibió de mi persona.
-En París lo hubiera hecho...
-¿Pero...?
No obtuvo respuesta. La humilde llaneza de aquella mirada bastó para que el mecenas comprendiera.
-¿Cuándo cambió Honoré?
-Tal vez no conocí ese momento.
-¿Y el porqué?
-¿Conoce la amistad?
-Conozco su respuesta.
-Es la amistad la que nos empuja –apuntó introduciendo su palabra sensata Brunelleschi.
-¿Debería creerles?
-Hasta hoy lo hizo.
En el epílogo de una carcajada, Balzac orientó la respuesta.
-En el norte...
-¿Cuál de ellos? –preguntó el Medici dejando fluir su impaciencia.
-¡Piense! –le recriminó Honoré de Balzac.
-¿Cerca de la piedra?
-Cerca del más bello mármol del cielo.
Lorenzo le ofreció su mano. Las Montañas púrpura encerraban el secreto de un genio.
-¿Cree que hablará?
Un deseo acarició la pregunta del príncipe poeta. Brunelleschi, sereno, susurró la respuesta:
-Estoy seguro de ello.
Michellangelo, rodeado de ángeles, habría esculpido la vida. Su visión les esperaba más allá de las celestes tierras de la puna.
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