Hace años, más de 20, que no sacaba el álbum empolvado con fotos de toda la familia, con muchos de ellos ya había roto lazos y no quería saber nada más de algunos que hasta le pidieron plata y nunca más vio ni para las navidades o años nuevos. Cuando los celebraban todos juntos y existía esa preocupación por los demás.
Desde que era pequeña hasta más grande, todas las imágenes se le mezclaban como negando que el tiempo existe y marca. En unos de los retratos la abuela paterna que la mimó la sostenía en brazos, la misma que después sufrió tanto con el cáncer al estómago y el marido que estaba acostándose con otra mientras ella agonizaba en la cama matrimonial, el dolor la mató más rápido que la enfermedad. De pronto vio su cara cuando bebé en blanco y negro, tan tersa e inocente, no tenía los rasgos que la caracterizaban ahora y los pesares con lo que cargaba. Pasaba de una a otra foto con toda solemnidad. Recordó a su madre muy joven y digna en esa época, cuando la tuvo como a los 25 años, posó sus dedos sobre la foto de ella y la levantó como queriéndola poner en un altar invisible, en ese instante le hubiera gustado viajar en el tiempo para advertirle y darle la oportunidad de ser feliz. Pensó en las mujeres de la familia, el episodio de su tía golpeada, la que tuvo depresión postparto, la que está casada y enamorada de otro y la que dio a luz a una hija sana que los doctores por descuido le mataron el cerebro. Vio de paso la cara estática de su abuela materna, contenta, pocas veces estuvo así al lado de su demoledor esposo. ¿Cómo era eso de los matrimonios antiguos que se casaban sin conocerse? El fuego le llegaba de a poco en los pies casi quemándola y le calaba también en los surcos de la cara. Los calcetines de lana de oveja le protegían bien las úlceras y los pies tullidos porque en los días nublados además le dolían los callos y los recuerdos se le juntaban como cartas en una casa abandonada.
En la mesita del lado un libro con dedicatoria “El Arte de Amar” y un palo de coligue largo con el que movía el fuego de la chimenea. Hoy era el día en que había nacido, pero ya no estaba el comedor grande en la casa ni guardaba los números telefónicos de sus parientes, no pagó el servicio y nunca aclaró esa deuda pero no movía el aparato sobre el mueble. Se acordó de todas las veces que ensayó las respuestas al auricular.
En las tardes tejía y le gustaba tanto porque el Rubén jugaba con el ovillo de lana y así veía que algo se movía, que tenía vida y que no era ella. La televisión hacía tiempo no le hacía compañía. De pronto se siente el rechinar del timbre y un pequeño golpeteo en la puerta de la casa como pidiendo perdón, el corazón le quería escapar por la boca. Dejo de hacer el punto jersey por un pequeño momento. Tanto tiempo sola. “No siento nada, no oigo nada” y retomó el tejido. El gato le acariciaba las piernas y ella le decía “tú no me abandonaste Rubén, ¿no escuchas nada cierto, gatito?, no nos sacarán de acá para tirarnos allá con los demás” espetaba mientras la mano arrugada enrollaba el hilo verdoso desteñido. Los golpes eran más fuertes y pasaban a gritos castigadores. En voz baja y tranquila repetía la anciana “Olvídense de mí que yo misma ya lo logré”.
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