Le gustaban los rostros. Había empezado por el dinero, pero luego... se convirtió en un vicio. La calle oscura, el callejon solitario, el transeunte desprevenido... y entonces, el extasis. Un cuchillo enorme desenfundado con rapidez: "Bajese de lo que lleve!". Y el miedo en sus ojos era suficiente. Si fuese necesario se conformaría solo con el miedo que hacía nacer en sus victimas. Luego, dependiendo del morbo, el ataque. Los agarraba por la nuca y les penetraba las entrañas... y el miedo se convertía en incredulidad. No podían creer que les estuviese pasando a ellos. Y luego, la resignación. Odiaba la resignación. Por eso cuando llegaban al paroxismo de la incredulidad los dejaba caer y apartaba la vista.
Cada vez un callejón diferente. Mas oscuro. Mas solitario. Un transeunte. La irrevocable secuencia de miradas. Se acerca. La espalda pequeña. Buena señal. Un tipico oficinista. Pan comido. Lo toma del hombro. Lo aferra. El aguila al gusano. Su rostro. La sorpresa. Luego, incredulidad. Sin miedo. Solo incredulidad, esta vez, es él quien no puede creer el objeto frio en sus entrañas.