No tengo ninguna duda, está muerta.
Su pequeño cuerpo descansa ahora sobre mi mano izquierda, mientras con la derecha escribo estas líneas, exangüe, tratando en vano de drenar este malsano sentimiento de culpa pues; aunque los hechos me condenan irrefutablemente, estoy seguro de poder convencer hasta a el lector más reacio de que la responsabilidad de este abominable acto, no debe recaer por entero sobre el brazo ejecutor, sino por el contrario, debe hacerlo sobre la azarosa sucesión de eventos y circunstancias que son capaces de llevarnos a cometer lo impensable.
Pero lo mejor será que comience por el principio.
Yo nunca tuve una mascota. No conozco el sentimiento de haber crecido con un animal como compañero. Me gusta verlos de vez en cuando a través de un cristal en el zoológico, incluso acariciar alguno caminando por el parque, pero nunca he sentido una verdadera empatía hacia ellos. Mi esposa, por el contrario, los tuvo de varios tipos durante su niñez; perros, gatos y aves. De ahí su empeño en continuar con su relación inter-específica durante nuestra nueva vida como pareja.
El problema era que en nuestro pequeño apartamento estaban prohibidas las mascotas, entiéndase por estas, a los típicos compañeros de cuatro patas y tamaño moderado que pueden encontrarse en cualquier hogar. Sin embargo, la naturaleza piadosa de mi esposa no se amilanó ante esta regla, por el contrario, la misma auspició su benevolente inventiva, dando al fin con una solución en la que todos ganábamos, o al menos, casi todos.
Yo estaba un poco reacio frente a la idea de adquirir un animal de jaula, pero una vez en la tienda, fue imposible persuadir a mi esposa. Miramos un rato la “mercancía” hasta que la vimos. Tendría un par de meses de nacida; su pelo era corto y de un hermoso color marrón acastañado, su cola larga hacía una adorable combinación con sus pequeñas orejas. Estaba sola en una jaula, sentada en una esquina mientras comía un trozo de zanahoria. El movimiento de su minúscula mandíbula con los ojos entreabiertos, la hacía ver encantadora; era imposible no quererla.
Mi esposa, naturalmente, se enamoró de ella; y a decir verdad, yo también. Decidimos comprarla y, junto a ella, todo lo necesario para su vida en cautiverio; una enorme jaula pajarera de metal (estos pequeños animales son capaces de roer el plástico hasta romperlo), una casita de madera, recipientes de porcelana para agua y alimento, comida especial sin ningún tipo de azúcar, una copa de cristal con arena para su aseo (no soportan el agua), raíces de arbustos, granos de varios tipos y hasta una gran rueda de madera para que hiciera ejercicio; literalmente lo tenía todo.
No obstante, antes de entregárnosla, la vendedora nos recomendó expresamente que, por la naturaleza social de estos animales, no la mantuviéramos sola, pues podría llegar a deprimirse. Entonces tuvimos que comprar otras dos del mismo sexo y de edad similar para que le hicieran compañía. A pesar de esto, para nosotros, ellas siempre fueron como parte de su vida y no vida en sí mismas. Tanto así, que desde el primer día solo le dimos nombre a ella... Pía.
Ya en casa armamos todo para su estadía. Las tres eran muy pequeñas y se llevaban bastante bien. Era graciosísimo verlas correr al mismo tiempo sobre la rueda de madera, o cuando dormían una sobre la otra dentro de la casita. Hacían cálidos ronroneos cuando se saludaban y se acicalaban, lo cual era habitual en ellas. Al principio se asustaban con mucha facilidad, pero con el tiempo se sintieron más seguras y ya no se escondían cuando nos acercábamos a la jaula.
A veces las dejábamos salir a jugar en la habitación, lo difícil era siempre atraparlas de nuevo. Teníamos que arrinconarlas una a una hasta que, mientras yo las distraía con algo de comida, mi esposa las tomaba con ambas manos y las metía de regreso a la jaula. Pasábamos largo rato viéndolas correr y saltar dentro de ella. Parecían felices de estar allí. Mi esposa era feliz por eso, y yo era feliz por ella.
Fue cuando tendrían unos seis meses con nosotros que ocurrió el primer incidente. Una de las “otras” mordió a Pía en la cola. Aquello nos pareció un acto normal dentro de todo; habíamos leído sobre su comportamiento en grupo y sabíamos que algo así podía pasar. Mas con el tiempo, aquel incidente se convirtió en una patología. Lo peor era que ahora las dos atacaban al mismo tiempo a Pía. La perseguían y la rodeaban, mordiéndola por todos lados. Durante todo el día escuchábamos sus chillidos, y nos desesperábamos viendo aquel anormal comportamiento sin poder enmendarlo. Probamos varias estrategias, pero nada parecía funcionar. Era como si una aversión maligna se hubiera apoderado de las “otras”, infectándolas con un virus ajeno a su naturaleza pues; las mordidas, los arañazos y los gruñidos constantes que estas le dedicaban a la pobre Pía, emanaban el más vil y humano de los sentimientos... ODIO PURO.
Cuando las “otras”, extenuadas de su soez empresa, se acurrucaban juntas en la casita para descansar, Pía se sentaba en un rincón a comer y a lamerse las heridas. Luego despertaban y continuaban con su maliciosa arremetida. A veces tomaba a Pía entre mis manos durante algún ataque para protegerla, pero era tal la ira con que gritaban, que terminaban por intimidarme, entonces la volvía a soltar a su propia suerte y me quedaba allí, horrorizado, viendo aquel perverso espectáculo.
Después de mucho discutirlo, y a pesar de las advertencias de la misma vendedora que nos había recomendado lo contrario, terminamos por devolver a las “otras” y nos quedamos solo con Pía.
Al principio parecía aliviada de estar sola. Tenía la enorme jaula solo para ella y corría y saltaba como el primer día. Se convirtió en la absoluta favorita de la casa. Le compramos varios juguetes didácticos, y nos pasábamos las tardes jugando con ella por todo el cuarto de la sala. Aunque todavía era difícil atraparla para meterla de nuevo en la jaula, logramos enseñarle un par de trucos como dar la vuelta o levantarse sobre las patas traseras. Incluso a veces dormía sobre la pierna de mi esposa, que le acariciaba con un dedo la pequeña cabeza.
Algunos meses pasaron y mi esposa y yo nos fuimos involucrando en actividades laborales que nos mantenían cada vez mas tiempo fuera de casa. Ella trabajaba hasta entrada la noche, y yo tenía las tardes libres, las cuales aprovechaba para alimentar mi inagotable pasión por la lectura. Me sentaba en mi sillón favorito con una taza de té, y pasaba largas horas sumergido en las palabras que me llevaban a otras épocas y a otros mundos, entrando en una especie de trance narcoléptico, del cual despertaba generalmente con el sonido de mi esposa al volver del trabajo.
Un día me encontraba yo en mi ya mencionado trance literario, cuando un molesto ruido me despertó. Intenté averiguar la causa de tal interrupción pero no tuve éxito. Continué con mi lectura y lo volví a oír; era un sonido metálico y bastante brusco. Me di vuelta hacia la jaula y encontré al fin la causa. Pía, parada sobre sus dos patas traseras, se aferraba con las dos delanteras a la puerta de la jaula, y con sus grandes incisivos inferiores, roía el metal; mordiéndolo, jalándolo y soltándolo en insistentes movimientos discontinuos; los cuales, debido al gran tamaño de la jaula, generaban una estruendosa vibración que hacía eco en toda la casa.
Ante la novedad de tan extraño comportamiento, adjudiqué el mismo a el aburrimiento, por lo que ese día decidí marcar la página del libro que leía, y la saqué de su jaula para pasar el resto de la tarde jugando con ella. No podría yo haber sido capaz de predecir la magnitud de mi error, pues lo que se suponía sería una solución temporaria, se convertiría en una indeseada rutina, cercenando por completo mi tan amado tiempo libre. Pía se había acostumbrado tanto a nuestro jugueteo vespertino, que cada vez que me veía pasar, comenzaba a mordisquear de nuevo la jaula, abortando con su ya mencionado fragor mis planes de lectura.
Yo me considero una persona temperante, pero después de una semana, aquel sonido se había convertido en un martirio. Día tras día continuaba yo con mi estéril esfuerzo por terminar de leer algún libro, aunque fuera el más corto, pero me era imposible. El ruido se colaba en mi cerebro, adueñándose de mi concentración y poco a poco de mi paciencia.
Cuando le comenté a mi esposa el problema (ya que Pía hacía aquel ruido infernal únicamente en las tardes, cuando me encontraba yo solo con ella¬), pensó que lo mejor sería intentar juntarla una vez más con otra de su especie para que le hiciera compañía, y eso fue precisamente lo que hicimos. Compramos un cría de pocos días de nacida y, como esperábamos, su instinto maternal fluyó al instante. Pía la acogió como si fuera propia y la lleno de mimos y cuidados incansables. Dedicó entonces sus días por entero a acicalar a la recién llegada, y yo, los míos, perdido nuevamente entre incontables páginas, y despertando en el crepúsculo con la llegada de mi amada.
Empero, al pasar los meses, un sonido familiar me sacó una tarde del ligero sueño en el cual me encontraba sentado en mi sillón, con un libro sobre mi regazo. Cortos chillidos estridentes cortaban por intervalos el silencio en la habitación. La “nueva”, ahora casi del mismo tamaño que Pía, le gruñía a esta parada sobre sus patas traseras, lanzando arañazos furtivos y arremetiendo esporádicamente desde un costado. Pía, también levantada en dos patas y con todo el pelaje erizado, le respondía con un chillido algo más leve, como preguntando la causa de tal agresión.
La escena, como temía, repitióse como con las otras hasta el mismo día en que entregamos a la “nueva” de vuelta a la tienda. Pía se quedaba sola otra vez. Todo empezaba de nuevo.
Me tomo la libertad de hacerle notar al lector, que a partir de este punto puede llegar a inferirse la responsabilidad que atañe al hecho mencionado al principio de este relato. Lo hago, pues fue precisamente el día en el cual, hastiado del insistente ruido con el que Pía me atormentaba todas las tardes, amenacé a mi esposa con deshacerme del animal si no encontrábamos un arreglo. Ella, afligida por lo innegable de la situación, y teniendo tanta experiencia con animales, sugirió que la “condicionáramos” para que dejara de morder la jaula, de la misma forma en que se enseña a los gatos a que, por ejemplo, no deben morder los muebles. Adquirí una gran botella de metal con una válvula rociadora de largo alcance que expulsa el contenido en forma de aerosol, la llené de agua y la coloqué justo frente a la jaula, de manera que Pía la viera. La idea era “rociarla” a través de la reja cada vez que mordiera la puerta de la jaula (permítaseme aclarar aquí que la válvula de salida la habría de configurar con la mínima apertura posible, es decir, la cantidad de líquido disparada era apenas un rocío con el cual sería imposible dañar al animal) y así, con el tiempo, el efecto del agua la disuadiría de su molesta costumbre.
La primera vez que me dispuse a hacer uso de aquel improvisado artilugio, lo hice con total reticencia. A una distancia no menor de un metro, apunté y disparé unos centímetros por encima del pequeño cuerpo de Pía, alcanzándola apenas con algunas gotas en la espalda. Sin embargo, el sonido que emitió la botella, junto con el efecto de la humedad en su piel, fueron suficientes para asustarla. La pobre corrió chillando, directamente a su casita, y solo se asomó de nuevo tras unos minutos.
Yo me quedé allí inclinado frente a la jaula, con la botella en la mano. Cuando Pía se asomó, rocié de nuevo hacia el lado contrario para volver a espantarla, y luego rocié toda la puerta para que sintiera el agua al acercarse, de manera que el mensaje quedara muy claro; si vuelves a morder la jaula, te mojaré.
Me senté en el suelo frente a la jaula, y vi como, vacilante, salía lentamente de la casa. Cuando quiso acercarse de nuevo a la puerta le dije: ―Pía... si vuelves a morder la jaula, te mojaré. Ella probó el agua que aún goteaba de la puerta con la lengua, se dio media vuelta y se montó sobre su rueda a correr; y así pasaría el resto de la tarde. Yo no cabía en mí después de tan flamante victoria. ¡La lógica había vencido! Mi inteligencia se había sobrepuesto a la terquedad del pequeño animal. Cuando hubo llegado mi esposa, no escatimé en detalle alguno sobre mi brillante estrategia, y celebramos con una copa de vino mi merecido triunfo.
Al día siguiente, rocié la jaula de nuevo mientras Pía todavía dormía, dejé la botella frente a la puerta, y me senté como siempre en mi sillón; con mi taza de té y mi más reciente adquisición literaria. Mas esta vez, orienté el sillón hacia la jaula. Cuando Pía salió de la casa, tomé la botella, y la seguí con la mirada mientras balanceaba la botella con aire amenazante. Ella se acercó a olfatear el agua, y puso sus patas delanteras sobre la puerta, a lo que yo, sin esperar a ver que hacía, me levanté y disparé justo en su dirección una gran nube de rocío diciéndole: ―¡Pía si vuelves a morder, te mojaré! Ella, como la primera vez, corrió a su casa, solo que ahora no se quedó mucho tiempo dentro sino que volvió a salir tras unos segundos, acercándose lentamente de nuevo a la puerta. ―¡Si vuelves a morder te mojaré! grité de nuevo mientras disparaba otra ráfaga de agua, ahora desde un poco más cerca. Ella se detuvo, se lamió a si misma, y volvió a entrar en la casa. Yo volví a sentarme aún botella en mano, y esperé a que saliera para repetir el proceso desde el principio. No se por cuanto tiempo lo hice, pero si recuerdo bien que al regresar mi esposa del trabajo, el libro seguía en el suelo, todavía dentro de su envoltorio original.
Tan seguro me sentía con mi nuevo poder sobre Pía, que al día siguiente volví a orientar el sillón de espaldas a la jaula y me senté, de nuevo con la botella en la mano. Al poco tiempo escuché como salía de su casa y comenzaba a escarbar el suelo de la jaula, entonces le dije: ―Pía... si vuelves a morder la jaula te mojaré. Miré de reojo sin voltearme por completo, y vi que estaba ya apoyada sobre sus patas traseras olfateando la puerta; tomó la reja con las delanteras y, luego de un momento, la mordió.
Al escuchar de nuevo aquel odioso sonido sentí una especie de náusea. “¿Cómo se atreve esta insolente criatura a desafiarme?” ―pensé. Enfurecido, pero con una pasividad malsana, cerré un poco más la válvula de salida de la botella, y me di media vuelta en un lento pero firme movimiento cadencioso hasta quedar de rodillas frente a la jaula, apunté mi arma directamente hacia un costado de su minúsculo cuerpo y disparé. Esta vez, un chorro irregular como de un centímetro de diámetro, acompañado de gotas dispersas que orbitaban, caóticamente alrededor de este; golpearon a la altura de las costillas, no solo mojándola, sino también empujando levemente la pequeña figura de Pía que, soltando un corto pero fuerte chillido, se escondió aterrada detrás de su rueda de madera, escapando de mi alcance. Con el mismo movimiento alevoso, me ubiqué a un lado de la jaula donde podía verla y le disparé una segunda vez, de nuevo en un costado. Ella chilló, y se quedó inmóvil, mirándome acurrucada sobre sí misma, entonces le apunté a la cabeza y accioné de nuevo mi arma, alcanzándola justo dentro de la oreja. Ella chilló de nuevo y corrió a toda velocidad a su casa. Con una sonrisa impía me volví a colocar frente a la jaula, y disparando contra la casa repetí:
―¡Pía si vuelves, te mojaré!
Me quedé ahí sentado, mirándola, todavía sonriendo. Ella se lamía un costado y se arrinconaba cada vez más hacia el fondo de su casita, haciéndose más pequeña y viéndome con los ojos muy abiertos. Yo, de tanto en tanto, volvía a disparar hacia la casa y repetía, con el más malévolo de los tonos, vocalizando cada frase:
―Pía... si vuelves... te mojaré.
Naturalmente el pobre animal no volvió a salir mientras estuve yo ahí. Cuando hube vaciado la botella, la llené de nuevo y la coloqué frente a la puerta, apuntando hacia la casa donde Pía todavía se escondía. Me senté en el sillón dándole la espalda a la jaula, y me dispuse a leer el libro que hasta entonces no había podido empezar, atento al más mínimo ruido que pudiera hacer. Sin embargo, el silencio absoluto que ahora envolvía la habitación, sumado al cansancio que experimentaba tras la acción anterior, terminaron por vencerme y caí en un profundo sueño, sin haber pasado siquiera de la primera página.
Mi cuerpo se elevaba, etéreo, hacia el cielo. Flotaba como una pluma guiada por el viento. Miraba a todos desde arriba, ajeno, indiferente. Era aire. Limpio, puro... ¡CLANG! Breve sobresalto. Volaba, sin alas volaba; era... estaba... ¡CLANG! ¡CLANG! Perdía altura. Me hice más pesado. ¡CLANG! ¡CLANG! Caía sin control en concéntricos movimientos giratorios... me hacía de nuevo hombre, materia. Caí hasta llegar al sillón donde descansaba. Emergí desde arriba. Era yo de nuevo. ¡CLANG! ¡CLANG!
Abrí los ojos y aquel ruido infernal me recibió con su chocante eco. Inficionado por una ira que no soy capaz de describir, me levanté de un salto, y grité con todas mis fuerzas: ¡PÍA! tirando el sillón al suelo con el movimiento. Pude escuchar como corría a toda velocidad a esconderse en su casa. Tomé la botella, abrí al máximo la válvula de salida, y comencé a disparar a diestro y siniestro, demoliendo todo dentro de la jaula con el potentísimo rayo líquido que ahora brotaba de mi infame arma.
No dándome por satisfecho, abrí la puerta con la mano izquierda y levanté la casa donde se escondía. Con un tono ya casi demencial, le gritaba: ¡TE MOJARÉ PÍA! ¡TE MOJARÉ! Al verse descubierta, corrió despavorida buscando un nuevo escondite, girando sobre sí misma y chocando con todo lo que allí había, mientras yo lanzaba potentes zarpazos intentando atraparla. Al no encontrar cobijo, se quedó acurrucada en una de las esquinas. Temblaba mucho y agachaba la cabeza como si quiera esconderla, pero sin quitarme los ojos de encima.
Aún repitiendo aquella vesánica amenaza, la tomé de la cola y la arrastré hasta el centro de la jaula, justo al frente de la puerta. Ella comenzó a chillar tratando en vano de escapar de mi agarre. Me mordió un par de veces, pero sus mordidas eran más de suplica que de rabia, como pidiéndome, sin lastimarme, que la dejara ir.
Ese inesperado gesto de bondad no hizo sino increpar al demonio que había tomado posesión de mi. Acerqué la botella lo más que pude y le disparé un largo chorro sobre la espalda. Pude escuchar como el agua le lastimaba la columna por la potencia. Lanzó un chillido largo, seguido de varios cortos mientras se giraba sobre sí misma, quedando boca arriba. Todavía temblando, dejó de pelear y se detuvo. Su respiración era rápida y entrecortada. Me miraba sin moverse, como dándome a entender que se rendía, que no era necesario que siguiera. Sus ojos, anormalmente abiertos, mostraban un temor que no había visto yo en animal alguno. Mas la fuerza maligna que ahora gobernaba mi ser, ignoró con felonía aquel ofrecimiento de paz. Lleno de un odio visceral, de una perversidad bastarda que me movía hacer lo que hacía, por el solo hecho de que yo SI podía hacerlo; la tomé con toda mi fuerza del cuello y le disparé. Una, otra y otra vez, le disparé. Gritaba: “¡TE MOJARÉ PÍA! ¡TE MOJARÉ!” sin que aquello tuviera el menor sentido. Ojos, boca, pecho, estomago... todo era blanco de mi satánica puntería. Apretaba el gatillo con un brío despreciable, como si quisiera aplicar todavía más presión al agua.
Le disparé, porque sabía que yo era el culpable de su infelicidad. Porque sabía que aquella pobre criatura solo quería compañía; una compañía a la que yo la había acostumbrado. Le disparé; porque sus pedidos de cariño, evidenciaban mi fracaso como ser humano y me hundían en un pozo negro lleno de culpa y de remordimiento; y porque sabía, en el fondo, que la única forma de liberarla a ella de su prisión, a mí de la mía, era destruyéndola.
Con lágrimas en los ojos seguí disparando, hasta que ya no salió agua de la botella. La miré para cerciorarme de que estaba vacía y la lancé al suelo. El cuerpo de Pía era ahora un revoltijo de pelo, agua y sangre. Ya no se le distinguía la cara y no podía ver si respiraba. Me quedé allí de rodillas, llorando, observando con asco mi macabra obra. La tomé con ambas manos y la saqué de la jaula.
No tuve ninguna duda, estaba muerta.
Entonces sentí una presencia en la habitación, incluso antes de verla supe que estaba allí. Cuanto tiempo tenía mi esposa contra la pared, mirándome con las manos en la boca, no lo se; pero ahora que lo pienso, recuerdo que me pareció haber visto la sombra de una figura humana junto a la puerta cuando el sillón cayó al suelo.
Fin.
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