Soy el lápiz, vehículo sinuoso de locos escritores, de cuerpo que no es ni de ébano ni de roble, maderas nobles que no se prestan para brindarle estampa a un desgarbado hacedor de sueños. Pues bien, soy humilde y puedo servir, tanto para dibujar una hilera de números o caracolear una firma que puede rubricar una transacción. Pero, cuando escribo poemas, o más bien, cuando mi cuerpo danza sobre el papel y bellas palabras van asomando como un rosario bendecido, entonces mi pobre madera se impregna de cantos vernaculares y de cielos de otros universos, y en esta coreografía rítmica, presiento que soy un instrumento que produce letras que están destinadas a la gloria o al olvido.
Y las palabras viajan de la mente a la mano y de la mano a mis entrañas minerales para radicarme yo en la albura del papel como un manifiesto que se publica para después ser leído o desechado, poco importa, nada es más execrable que prometer inmortalidad a quienes sólo saben de recuerdos y asuntos efímeros. Pero yo estoy allí, mano invisible que transporta los enigmas de la mente para convertirlos en palabras.
De repente, caigo en las manos de un infante y este dibuja garabatos y yo, acostumbrado a sembrar mensajes coherentes, me rebelo pero de nada sirve, el pequeño raya con pasión aquel papel y me siento prisionero de sus devaneos, hasta que el niño acaba con su tarea y se la enseña a su madre. Y ella lo recibe como la mejor ofrenda que se le hubiese hecho, acaricia al niño y le dice: “Yo también te quiero, niño hermoso”.
Se apoderó de mí uno que escribe cartas infames, un ser sin extrañas que siembra la desdicha y el temor. “No tiene firma, nunca sabremos quién es”, dice el policía. Si supiera ese hombre que yo me introduje en las venas de ese canalla, sé de su compulsión por desfigurar su letra para no ser reconocido. Duele saber que el escribiente absurdo aquel, se dirige amenazas a sí mismo y luego va donde la policía para plantearles el enigma. Soy sólo el apéndice de donde surgen infinidad de palabras, ideas y cifras y no puedo siquiera imaginarme lo que corre por la cabeza de ese hombre.
El último hombre que me asió ese día con desgano y comenzó a culebrear vocablos sin sentido, palabras que se aterrorizan las unas de las otras al comprender ellas que no tienen conexión alguna, que el resultado es un gagaísmo del peor estilo. Pero, luego entiendo, el hombre aquel sólo ha trazado dibujos al azar que semejan palabras, pero que son simples bosquejos. Y bien, después de un instante de soberano silencio, carraspea, coloca una virginal hoja sobre su escritorio y comienza a escribir, ahora en serio:
Soy el lápiz, vehículo sinuoso de locos escritores, de cuerpo que no es ni de ébano ni de roble…
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