Despierta con ganas de no haber despertado nunca, pero por lo menos tiene ganas de algo. Las ganas nunca le faltaron, lo que le faltó fue un plan para hacer lo que siempre quiso hacer pero que nunca se atrevió a comenzar. Se levanta con los músculos irritados. Camina a paso lento mientras piensa en el día que le espera… La mierda de siempre. Desde que negó rendirle tributo a la rutina se convirtió en el autor de su propio destino y como autor siempre fue un estúpido. Es fácil y a la vez imposible creer que la libertad existe y tratar de experimentarla. No hay libertad, es un engaño que inventaron los más listos para hacerle creer a los más idiotas que no existen inútiles, sólo seres libres. Sale de casa, con la ropa de siempre. Apesta lo suficiente para provocar nauseas si alguien lo abraza, pero soportable para tomar un café en algún lugar público. Le gusta tomar café en la cafetería del sordo Manuel, un tipo amable, sordo y que deja en paz a los que se meten a su local. Lo único que le importa al sordo Manuel es que los clientes paguen su café y no hablen con él, ni que intenten hacer como que comprenden su silenciosa vida de sordo. Sólo los que conocen el silencio absoluto saben apreciar la calma de los pensamientos, el resto son todos unos idiotas que creen que con hablar idioteces y escuchar otras idioteces ya cumplen su función como ser humano. Con el índice le comunica al sordo Manuel que quiere un café y con el pulgar le especifica que quiere que su café sea chico y sin leche. El sordo Manuel le da un café con leche, grande y que cuesta más. Es sordo, pero no es tonto. Jacinto se sienta en una de las mesas para observar el paso de la vida. Lo mejor de tomar un café es que se pierde el tiempo sin remordimiento de conciencia. La vida en la ciudad transcurre lineal, uniforme, con rostros transportados por cuerpos más oscuros que sus sombras. Una vida de rutina, con horarios, deberes por cumplir, sueños robados, frustraciones latentes, miedos existenciales, felicidades cortas que duran un fin de semana, ganadores que no saben lo que pierden y perdedores que ignoran lo que ganan. Toma su café, a pequeños sorbos, dejando que los minutos pasen lentos, que se arrastren detrás de la manecilla de su antiguo reloj de cuerda. Sabe que él también tiene los minutos contados, por eso disfruta cada segundo sentado ahí, en esa cafetería de tercera con un café aguado. Mira su reloj. Es hora de ir a trabajar. Se despide de Manuel el sordo con un movimiento discreto. Camina en medio de los respetables transeúntes, bajo el sol de agosto, sudando un poco, haciendo tip tap con las desgastadas suelas de sus zapatos. Llega por fin a su esquina, coloca un viejo sombrero en el suelo, abre la Biblia y comienza a predicar la palabra de Dios.
|