Al parecer, estamos llegando al último tramo, allí donde se nos comienza a humedecer el rostro por el influjo de millones de tenues gotitas de agua que nos acribillan el rostro. La caída, la cascada, el salto o la catarata, da lo mismo, se encuentra casi a la vista y el corazón se nos acelera por lo que suponemos un final anunciado, abrupto y en que seremos enviados al vacío sin dilación alguna.
10, 9, 8, 7, 6, el conteo abre una nota de suspenso, estamos a punto de transponer ese hito artificial creado por nosotros mismos y con una copa de champaña en ristre, aguardamos que el reloj se clave en ese cero absoluto, demarcación que separará nuestro ayer de lo que está comenzando a ser, entre gritos, abrazos y luminarias que encienden el cielo nocturno para transformarlo en locura artificiosa.
Ya está a la vista, nuestro minúsculo bote comienza a cimbrarse por el imperio de esa fuerza enorme que amenaza con arrojarnos a sus fauces acuosas. Temblamos, gritamos, puede que estemos a punto de cruzar la frontera entre la existencia y el ocaso. Pero, nada podemos hacer, puesto que desde el momento mismo que elegimos este rumbo, sellamos nuestro destino.
Abrazos, parafernalia absurda de una noche tan igual a todas las demás, pero sumergida ésta en un manicomio interminable. La música comienza y todos se apresuran a bailar y reír y gritar hasta que no quede resuello.
¡Feliz año nuevo! ¡Feliz año nuevo! Un año más que se acaba y que provoca delirio colectivo. ¿Acaso el condenado salta de contento cuando sabe que las horas que lo separan del cadalso cada vez se van estrechando? No es lo mismo, claro, pero uno se queda pensando y viendo como tras esas bengalas sibilantes se nos va angostando el camino hacia el final.
Y allí, en el momento mismo en que el botecito comienza a inclinarse para caer a ese abismo borrascoso, allí mismo, el que es católico expresa un “Dios mío”, otro se persigna y otros lloran ante lo desconocido. Yo, sólo aguardo. Salimos despedidos por los aires y cual tristes marionetas que manotean en el vacío, caemos al torrente y desaparecemos. Aquí no ha pasado nada, absolutamente nada, el agua es nuestra tumba hasta que cualquier día alguien nos encuentre y se elaboren miles de teorías, cuál de todas más errada.
Y un hombre ebrio que se aproxima con sus brazos extendidos. No soy nadie para él y el tampoco significa nada para mí. Sin embargo, nos fundimos en un abrazo que pretende ser sincero y por un instante, al sentir el calor de un cuerpo junto al mío, me emociona. La gente evita el contacto con desconocidos, hablamos de humanismo e igualdad, pero la realidad nos desmiente en tanto estamos cada vez más distantes los unos de los otros. Pero, en este momento de extravío, de burbujas de licor y de tantos y tantos seres arracimados en el lugar, siento que necesito decir algo, algo coherente, es ridículo, aquí no es el lugar, Y mientras siento a ese hombre desconocido palmoteándome la espalda, sólo expreso o repito lo que es la frase de moda: “Feliz año nuevo, compadre.”
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