EL NIÑO
¡Desdichados de nosotros! ¡Desdichado del hombre!
Ha llegado él..., él... ¿Cómo se llama...?
El... Me parece que está gritando su nombre, y no lo entiendo...
El..., sí, lo grita..., escucho..., no puedo..., repite..., el... Horla...,
lo he oído..., el Horla... Es él..., el Horla...
Guy de Maupassant
El Horla
Vino al mundo con los ojos abiertos, sin ningún vagido, pero quienes estuvieron cerca cuando su nacimiento afirman haber escuchado una carcajada burlona sin que el recién nacido abriera la boca. Durante sus primeros días de vida no se le escuchó llorar, ni siquiera cuando tenía hambre, como suele pasar con todos los niños de su edad. La madre, una mujer cuyas mayores cualidades eran su simpleza y afabilidad, aseguraba que lo amamantaba cuando escuchaba entre sus pensamientos, el mensaje impositivo de su hijo quien le decía: “Tengo hambre”.
De entre los familiares y conocidos que concurrían a visitar al extraño recién nacido y poseían una mediana cultura, entendían que la madre y su vástago se comunicaban por medio de una especie de telepatía. El rumor fue creciendo entre la población de la pequeña ciudad donde había nacido aquel niño. Las visitas fueron en aumento, asistió la mayor parte de la plebe, lo más selecto de entre los ricos, el alcalde con su equipo de gobierno en pleno, los miembros de la mesa directiva de Rotarios, el cura del lugar, quien provisto de una botellita con agua bendita estando en presencia del niño, roció su cuerpecito con aquel líquido. No bien había vertido el cura el líquido, el representante de Dios lanzó un prolongado quejido y se llevó las manos a las sienes. Abandonó el lugar y se dirigió a la iglesia corriendo, al llegar se postró ante el cristo que presidía el templo y casi gritando se dirigió a la imagen:
— ¡Señor, mi Señor, con voz que no era de este mundo me llamó farsante! Acto seguido se desvaneció en medio de convulsiones y sangrando por la nariz y los oídos.
La novedad del nacimiento del niño extraño dejó de serlo, la vida, la cotidianidad en su dinámica se encarga de sustituir en el interés y en el imaginario colectivo los eventos sorprendentes, dando lugar de inmediato a otros sucesos tan o más escandalosos del que vienen a sustituir. Desde el nacimiento del niño extraño, como si algún libro de lo inverosímil se hubiera abierto para materializar su contenido, así se fueron concatenando eventos en aquella ciudad y sus alrededores.
En un pueblo colindante se dio la explosión de un mercado de juegos pirotécnicos que dejo una dramática secuela de varios muertos y decenas de víctimas con quemaduras en la mayor parte de su cuerpo. Cuentan que durante el incendio, cuando éste estaba en todo su desarrollo, de entre las llamas salió completamente ileso Toribio, un indigente del lugar. Cuando los bomberos y mirones le preguntaron cómo lo había logrado, el hombre, en medio de una serenidad sobrecogedora dijo: —El niño, el niño me prestó su frazada que tiene dibujada treinta y tres estrellas y las llamas respetaron mi cuerpo.
El abuelo del niño prodigio, estaba entre la gente en medio del alboroto, al escuchar aquello, se separó de la chusma y a toda prisa regresó a casa, encontró a su nieto cubierto con una frazada color azul adornada con estrellas doradas. El viejo quitó de encima del niño aquella prenda y cobijó al pequeño con otra. Reunió leña e hizo una fogata para prenderle fuego. Cuando la lumbre había cobrado intensidad se dispuso a quemar la frazada de las estrellas, nada más por no quedar con la curiosidad, contó una a una las estrellas. ¡Treinta y dos!, sin embargo, en una esquina de la prenda se apreciaba una estrella sin color cubierta de ceniza. Un escalofrió intenso se apoderó del hombre y arrojó la prenda al fuego. Cuando ésta cayó sobre las llamas, la fogata se avivó como si le hubieran vertido algún combustible, pero la frazada siguió intacta. El anciano, como pudo, retiró la prenda del fuego y se apresuró a enterrarla, pues a lo lejos ya se escucha el griterío de la gente que se acercaba a su casa...
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Esto es solo el inicio de un relato que se me ocurrió hoy al volver a leer El Horla, de Guy de Maupassant. Próximamente, como lo vaya imaginando, publicaré el resto del relato.
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