Y la viejita que traga y traga sus papillas inconsistentes y recordando siempre lo mismo, como si esa idea se le hubiese quedado pegada en el cerebro y no es lo mismo quedarse atorado con un pedazo de carne que con una idea. Acá no sirven las palmaditas en la espalda ni los tragos de agua ni nada, la idea está allí, latiendo en sus mejillas como una obsesión satánica y dale con los mismos detalles de ayer, anteayer y todos los demás días transcurridos.
Y para rematarla, la empleada hizo un charquicán para siete días y dale con las papas molidas y la historia archicontada de la abuela. Y nosotros, deglutiendo al parecer la misma papa del principio de la semana y escuchando la machacada anécdota de la viejita.
Pero algún día nos pasará lo mismo, y allí estaremos en la cabecera de mesa mordiéndonos las encías y sintiendo que los hechos pasan por sobre y encima nuestro, sin dejar ni la más minúscula huella en ese cerebro a punto de jubilar. Y por eso, entre mastique y bostezos, la historia aquella acontecida hace una tracalada de años, será la que rutilará en nuestra mente y nos parecerá tan prístina, tan actual y allí nos veremos tan mozos que será un gusto quedarse allí y contarlo para que los demás entiendan que tras nuestros achaques, canas y arrugas, también fuimos tan jóvenes y lozanos como esos muchachos que hoy nos viejetean.
Por lo mismo, escucho por enésima vez la historia de la vieja y sonrío y no sólo eso, también le pregunto más detalles y me intereso en su relato y los demás hacen lo mismo, mientras saboreamos ese charquicán eterno que tras esa lucidez o premonición repentina nos ha asaltado.
Y la viejita sonríe y nosotros con ella y surge la novedad que pareciera infiltrarnos en el plato para hacer mágico ese sencillo almuerzo.
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