El soldado raso Archie Winston miró a su alrededor. No había nada en ese lugar más que un marchito prado tapizado macabramente con cadáveres humanos y un desolador silencio interrumpido de vez en cuando por el lejano rumor de una batallada desarrollada a varios kilómetros de distancia. Con tan sólo ver aquella aterradora escena, el pobre Archie dejó escapar un grito de espanto para posteriormente romper en llanto, desesperanzado totalmente. Justo cuando pensaba que ya había visto todos los horrores de la guerra, se topaba frente a la confirmación de que éstos nunca habrían de terminarse y que, por el contrario, cada vez surgen más y se reinventan según el malévolo ingenio del hombre.
Archie no tuvo padres. Siendo un recién nacido fue hallado en una cesta a la entrada de un orfanato. Ahí pasó gran parte de su vida. Tenía un espíritu aventurero y gustaba de imaginar que recorría exóticos y desconocidos sitios en los que nadie jamás había estado. También soñaba con conocer a infinidad dentro de sus viajes con los que formaría lazos de cordialidad y amistad por el resto de su existencia. Tal vez fue por eso mismo que, movido por una idea errónea y la mala información que le proporcionaron, se unió al ejército, sin saber que los lugares a los que llegaría serían zonas arrasadas por el fuego y las armas; y la gente que habrá de ver sería aquella que tenía el miedo reflejado en el rostro, el cuerpo cubierto de cruentas heridas y mutilaciones o que, en el peor de los casos, carecía ya de todo signo que indicaba que aún vivía.
“¡No más! ¡No más!” pensaba Archie horrorizado una y otra vez sollozando y meneando la cabeza. Todo lo que había atestiguado era más que suficiente para que cualquiera repudiara la guerra para siempre. El problema era que él solo no podría finalizar el absurdo sacrificio de vidas humanas que representaba todo el conflicto, ya que para ello se requería que los líderes delas naciones en discordancia bélica llegaran a un buen acuerdo que supusiera la paz entre ellas, y tal cosa equivalía a mover individualmente, de uno a uno, todos los engranes de una enorme máquina industrial, lo que se antojaba como una muy ardua tarea.
Secándose las últimas lágrimas de la cara, el soldado consultó la hora en su viejo y obsoleto reloj de pulsera: eran las cinco y media de la tarde, y el sol pronto se ocultaría en el horizonte ese día de diciembre. Desde que fue llamado a combatir, Archie había perdido la noción del transcurso del tiempo y ya no recordaba ni que día de la semana ni en qué fecha acontecía tal o cuál suceso. Haciendo cuentas, el cabo se percató de algo asombroso: dentro de muy pocos días sería Navidad.
Para Archie, la Navidad no era una ocasión festiva, como para la mayoría de la gente. Al no contar con una verdadera familia con la cuál pasar tal celebración y que le inculcara valores y el verdadero significado propio de la época, para él el 25 de diciembre significaba un día más en su vida, como cualquier otro, sin ninguna relevancia o particularidad. No obstante, le parecía lamentable que una festividad tan trascendente para gran parte del mundo estuviera marcada ese año por una conflagración tan devastadora como la que se estaba llevando a cabo. Era como manchar un inmaculado lienzo blanco con la sangre de un ser salvajemente masacrado.
“Tiene que ocurrir un milagro en menos de cinco días o esta será la peor Navidad en la historia de la humanidad” pensó Archie antes de regresar a su puesto como vigía de su regimiento.
El 25 de diciembre de ese año, la gente de aquél pueblo estaba en las calles caminando tranquilamente, los negocios volvieron a abrir sus puertas y de nuevo se oyeron risas y cantos. Ya no hubo más soldados recorriendo los caminos ni balas surcando los aires e hiriendo y matando personas en cuestión de segundos. Dos días atrás había sucedido un milagro: los presidentes de los dos países rivales, luego de dos años de conflicto, se sentaron a dialogar y pactaron un tratado de cese al fuego luego de negociar una serie de peticiones entre ambos. La paz se firmó y la guerra por fin terminó. La feliz noticia no tardó en darse a conocer en medio del júbilo de la población civil, quienes fueron los más por las acciones beligerantes. La recobrada paz fue celebrada no sólo en aquella región, sino también en el mundo, quienes aplaudieron la rápida reconciliación entre los antiguos enemigos.
Esa Navidad fue conmemorada como ninguna otra en tal pueblo. Los lugareños podían sentirse seguros y dichosos por completo. En la iglesia todos dieron gracias a Dios porque la guerra había acabado. Entre los presentes estaba Archie, quien se sentía sumamente regocijado. Ahora que todo había llegado a su fin, abandonaría el ejército, volvería a su lugar de origen e iniciaría una nueva vida, con una visión muy distinta del mundo, en el que había crueldad y desolación…pero también existía un espacio para la esperanza y los milagros. Y por eso mismo, la Navidad ya no sería un día más para su persona, sino el recordatorio permanente de que aún pueden pasar cosas buenas a pesar del mal que existe en la actualidad. Al salir de la iglesia, un niño sonriente se acercó a Archie y le dijo:
-¡Feliz Navidad!
Archie, por su parte, con el corazón rebosante de alegría e ilusión, sonrió ampliamente y le contestó al niño:
-¡Feliz Navidad!
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